Desde su origen, la Iglesia ha vivido grandes desafíos: persecuciones, rupturas y luchas internas, deformaciones, incomprensiones, abuso de poder, clericalismo, y todo aquello que se deriva de su lado más humano. La misión fundamental que Jesús confió a su Iglesia fue la de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio. Para ello, la comunicación, el lenguaje y la inculturación han supuesto desafíos constantes a lo largo de su historia (recordemos el discurso de san Pablo en el Areópago). Las diferentes épocas, sociedades y culturas han tenido un mayor o menor acercamiento, una mayor o menor identificación con la Iglesia dependiendo de múltiples circunstancias y, ciertamente, estamos viviendo un momento, especialmente en Europa -aunque se trata de un fenómeno global-, donde decir que eres cristiano y crees en la Iglesia, no es algo fácil. Si además eres joven, decir esto y ser consecuente con tu fe significa ir contracorriente, lo cual no es fácil. Por otro lado, si la Iglesia se muestra tantas veces lejana con un lenguaje, a veces, incomprensible, con unas formas que no tienen suficientemente en cuenta los signos de los tiempos, todavía el desafío es mayor.
Ante grandes retos, la experiencia de vida y conversión de san Agustín me ha ayudado siempre mucho, tanto a nivel personal, como en mi labor como acompañante de jóvenes. Agustín llegó a convertirse en uno de los más destacados retóricos del momento, con una capacidad dialéctica fuera de lo común, pero, a la vez -ya como obispo-, capaz de adaptarse a su auditorio según sus necesidades. Y es algo que le surgía de una gran experiencia de encuentro consigo mismo y con Dios. Decía: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y ardo en deseos de tu paz.” (Conf. 10, 27, 38). Esta experiencia es la que hoy tenemos que propiciar en las personas que buscan con corazón inquieto. ¿Y no son los jóvenes quienes más vibran con su inquietud de corazón?
Considero que no todo el problema de conexión con los jóvenes de hoy se centra en el lenguaje y en las formas: creo que es mucho más importante la propuesta que, como Iglesia evangelizadora en salida, estamos haciendo o les podamos hacer. Y lo primero que aquí entra en juego es el testimonio. Nos quejamos de Iglesias vacías, de crisis vocacional, de falta de perseverancia, ¿pero cómo estamos viviendo hoy la fe “los mayores”, aquellos que debemos ser ejemplo para las jóvenes generaciones? ¿Cuál es nuestro testimonio de vida? En tantas ocasiones los que nos llamamos seguidores de Jesús decimos unas cosas y hacemos otras. ¿De verdad nos creemos lo que decimos en el Credo? ¿Cuando rezamos el Padrenuestro somos consecuentes con el perdón y la voluntad de Dios que ahí proclamamos? ¿La fidelidad prometida en el momento del matrimonio de verdad es para toda la vida y en todas las circunstancias? Tantas veces sacerdotes, religiosas o religiosos nos hemos convertido en gestores empresariales, administrativos o eruditos. ¿Somos capaces de renovar cada día eso que un día prometimos a Dios en nuestra consagración religiosa? ¿Dónde queda esa cercanía, ese pasar tiempo compartiendo vida con los demás -especialmente con los jóvenes y más necesitados-, ése abrir las puertas de nuestras comunidades para que vengan y conozcan. No se ama lo que no se conoce, y no se conoce lo que no se ama. Dejemos de hablar sólo con palabras y demos un paso hacia la vida. ¿O no era eso lo que cautivaba a las personas que, cuando veían a los primeros cristianos exclamaban: “mirad cómo se aman”?
Seamos claros y pensemos en una parroquia o un centro educativo que conozcamos: ¿qué propuesta de vida les estamos haciendo a los jóvenes? ¿Nos hemos parado a pensar en nuestra propuesta desde la perspectiva de los jóvenes? ¿O seguimos partiendo de nuestros criterios? ¿Nos quedamos en lo de fuera -como le ocurría a Agustín en un principio- o somos capaces de ayudar a ir al interior, a lo profundo, allí donde habita el Maestro interior para dejarse iluminar por Él.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Por dónde empezar? Decíamos antes con san Agustín; “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Precisamente ahí tenemos el punto de inicio. El Evangelio es siempre actual, la propuesta de amor y de vivencia de las Bienaventuranzas ofrecida por Jesús nunca pasará de moda. Lo que nos falta hoy es encarnarlo en cada uno de nosotros. No pensemos en grandes proyectos, o en macroencuentros con mucho colorido que, tantas veces, se terminan desinflando al poco tiempo. La fe hay que vivirla en el reto del día a día, en el marco cercano, desde lo sencillo pero auténtico, insistiendo en el acompañamiento personal, conociendo a las personas por su nombre y, sobre todo, desde el encuentro con nosotros y con Dios en la oración.
¿Desafíos de la Iglesia con los jóvenes de hoy? Podríamos que decir mucho sobre ello, pero quedémonos con una propuesta que, tomada como un compromiso serio, puede cambiar muchas cosas y ser el reinicio de una conexión perdida con los jóvenes y no tan jóvenes de hoy: comprometámonos todos a vivir nuestra vida como seguidores de Jesucristo desde la familia, desde la vocación religiosa, desde el noviazgo, desde la vocación sacerdotal, como docentes, como catequistas, como médicos, ingenieros, músicos o deportistas, desde la salud o la enfermedad, desde las alegrías o las penas, no sólo de palabra, sino de obra, desde la consecuencia y la verdad… Si eso lo tomamos en serio estaremos dejando actuar a Dios, y esa belleza tan antigua y tan nueva se hará realidad en la vida de todo corazón inquieto.
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