Quizá no sea compartido por todos y algunos tiendan a pensar de otro modo. La exigencia es una palabra incómoda, como lo son otras en nuestro tiempo: sacrificio, entrega, incluso paciencia. Cuando se reciben –eso sí-, son aplaudidas y alabadas. Cuando toca ejercitarse en ellas, las excusas ensombrecen el alma.
Tomo la frase de un filósofo no tan antiguo, que se escudaba en pseudónimos varios (qué sería de él con el Twitter, Instagram y demás) aunque todos le re-conocían. Así comenzaba uno de sus escritos. Léase con atención todo el texto, porque es muy luminoso:
“… la exigencia ha de ser decididamente enunciada, descrita y oída; desde el punto de vista cristiano, no debe rebajarse nada de la exigencia, ni tampoco ser silenciada –haciéndose concesiones y transigencias en lo que atañe a uno mismo.
Ha de oírse la exigencia; y entiendo lo dicho como dicho solamente a mí mismo –que debería aprender no sólo a buscar amparo en la “gracia”, sino también a confiarme en ella respecto del empero que hago de la “gracia”.
La exigencia de la que habla no viene de fuera, sino de dentro. No es ley que obliga a martillazos, sino conciencia que clama y gota a gota de su sabiduría pide ser atendida. No se trata de lo que otros dicen, sino de mirarse al espejo, de no dar la espalda a lo que se ha empezado, de esa sinceridad incómoda que toda persona no puede eludir al hablar en lo más íntimo de sí, de la verdad vivida.
A los jóvenes cristianos, y mucho más a los no-jóvenes-cristianos con sus responsabilidades, historia y camino convendría hacerles meditar este pequeño párrafo. El Dios que amó es el Dios del que hablan los libros, se dan charlas, se escriben libros, artículos… El Dios que me amó es el Dios conocido; mejor dicho, que comienzo a conocer, cuando conocer da igual ya y sólo importa fiarse del camino del amor recibido y entregado. El Dios de la “gracia” es el Dios-Espíritu-Santo, que se da incansablemente a la humanidad y arropa el corazón de justos e injustos; el Dios al que uno se confía, con su propia libertad, es no románticamente el mismo que el Dios de la exigencia.
Imaginemos por un momento esta situación, proyectemos esta imagen: la Iglesia, es decir los cristianos, se convierten en esta escucha radical. Ya no hablan tanto de otros, como de sí mismos. No se miran el ombligo con complacencia, con concesiones, con transigencias. No la Iglesia del unos con otros, sino la Iglesia que se es en singular, en individual, en modo único en cada cristiano. Y ya no quedan excusas. Y apoyarse en otros es entonces abrazar al Todopoderoso y dejarse acompañar con sinceridad es un paso más hacia Dios mismo.
Josefer Juan