Hace pocos días leí la Didajé, un breve escrito de la Iglesia primitiva atribuido a los mismos Apóstoles y donde traza una serie de líneas que son muy indicativas del pensamiento de los primeros cristianos en los albores de la fe. Entre diversas cuestiones que menciona, y que podríamos decir son unos esbozos de lo que debían considerar fundamental, se hace una defensa nítida y férrea de la vida desde su concepción en el seno materno. La Iglesia, desde el inicio de su existencia, siempre ha defendido la vida, especialmente la del no nacido pero ya concebido, y ha asociado íntimamente la fe con la transmisión de esta vida. En el célebre pasaje de la visitación de la Virgen a su prima Isabel ya se pone de manifiesto que la acción de Dios y la vida humana se da ya, y se reconoce, en el vientre de la madre, por ello la Iglesia nunca ha tenido duda en rechazar el aborto que atenta contra el mismo plan y voluntad de Dios.
Pero también la fe cristiana, que bebe en todos sus ámbitos de la fe del pueblo hebreo, el olivo verdadero como nos recuerda San Pablo sobre el que hemos sido injertados (Rom. 11,22-24), tiene en su esencia lo que es la apertura a la vida dentro del ámbito conyugal. Me impactó mucho una vez que escuché una Parashá (enseñanza rabínica sobre la Torá) que hacía referencia al momento en el que los hebreos estaban esclavos en Egipto como se narra en el Éxodo. En aquella penosa y cruel situación de sometimiento, Egipto, aterrado por la alta natalidad hebrea y el miedo a que el número creciera y los superara, decidió cometer la atrocidad de matar a los varones recién nacidos ( Éxodo 1, 8-16. 22). La Parashá contaba que en aquella desoladora circunstancia las mujeres de Egipto, antes que ver cómo mataban sus hijos nada más nacer, decidieron evitar quedarse embarazadas, algo que podríamos considerar más que razonable y lógico. Sin embargo esta decisión fue amonestada y denunciada posteriormente en las enseñanzas rabínicas ¿porqué? Sencillamente porque al no concebir más hijos se atentaba contra la voluntad divina y lo más importante, se les privaba a estos hijos de la existencia eterna en la presencia de Dios. Era preferible que fueran concebidos, aunque murieran nada más nacer, porque así gozarían en la vida eterna, a que ni tan siquiera fueran concebidos porque se les privaría de esta existencia.
Esta enseñanza nos habla muy profundamente al corazón, a lo más íntimo de nuestro ser, y nos está diciendo el porqué de estar abiertos a la vida. La sociedad de hoy está en las antípodas de esta cuestión, donde los hijos no son más que un medio para realizarme, para sentirme pleno, feliz, acompañado… en definitiva, están en función mía. Sin embargo, desde la óptica de la fe, los hijos están en función de Dios y del cielo. Es por ello que el mundo actual se ha cerrado a la vida. Lo vemos en una Europa cada vez más envejecida y anti-natalista. La crisis de la ‘familia’, decía el Papa Benedicto XVI, está ligada íntimamente a una crisis de fe. No se tienen hijos no porque la gente sea mala o poco niñera, sino porque hemos perdido de vista a Dios y al cielo. Y si decido tenerlos será en la perspectiva antes comentada: tendré los que me apetezca tener o considere que son los necesarios para mi realización personal. Es verdad que la economía y ciertos aspectos sociales, laborales, etc. hoy no permiten grandes apuestas, pero tampoco nos podemos engañar: si nos ceñimos a las estadísticas podremos ver que no son los que más recursos económicos tienen los que tienen mayor número de hijos traen al mundo. Frente a las dificultades, tentaciones, miedos… es preciso creer en la misma Palabra de Cristo: ‘No podéis servir a Dios y al dinero (…) Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura’ (Mt. 6, 24-34).
La Iglesia, a través de San Pablo VI, dio una palabra muy clara y fuerte con la Humanae Vitae, de la que se han cumplido ya 50 años. Esta encíclica, muy criticada dentro y fuera, se ha convertido en profética. El invierno demográfico que políticos y sociólogos ya están analizando será sin duda alguna devastador, por mucho que se quieran maquillar sus efectos y consecuencias. La Iglesia debe aparecer, porque lo es como nos recuerda el mismo Cristo en el Evangelio, una luz en medio de la oscuridad y debe anunciar sin miedo el valor de la apertura a la vida dentro de la familia, porque los hijos son siempre el futuro de la humanidad y la prueba de que Dios sigue actuando y manifestándose en medio de ella.
Jacob Bellido