Lo recuerdo con diferentes escenarios en mi Castilla natal, y de cómo íbamos preparando con antelación ese momento como una cita anual de especial significado. Todos se concitaban con generosidad para aportar cada cual lo que podía dar, a fin de prestar colaboración en algo que a todos concernía. Se alfombraban con gusto y colores los rincones de la carrera procesional; se esparcían romeros y tomillos para que sus aromas supliesen nuestras plegarias siempre escasas. Era la fiesta del Corpus, la mirada a una presencia de Dios en nuestra vida que nos fue asegurada mientras Él se despedía de aquellos primeros discípulos. Les decía, por un lado, aquello de que convenía su regreso al Padre Dios, pero, por otro lado, no podía dejar sin compañía a los que sabía Jesús que lo necesitaban como nada en sus vidas.
Realmente regresó junto a su Padre, una vez que paseó su humanidad para hablarnos de Dios como Hijo. Esta fue su audacia, su misión y su osadía: que ese Padre no es una entelequia sacral escondida en el paraninfo celeste, ajena e indiferente a nuestras lágrimas y nuestras sonrisas, sino justamente eso: un Padre, que madruga cada mañana para otear el camino por si volvemos de nuestra penúltima aventura pródiga, que sale corriendo a nuestro encuentro cuando a lo lejos nos ve llegar rotos y heridos, que nos abraza sin importarle nuestra humillada y vergonzante explicación, que nos llena de besos, nos viste de fiesta y organiza un banquete para celebrar que hemos vuelto a casa.
De muchas maneras nos dijo filialmente todo esto Jesús, y nos lo dijo con la confidencia de un amigo de veras, con el afecto de un hermano divino que nos llamó por nuestro nombre, por nuestro mote, con todo el cúmulo de nuestras certezas y dudas, nuestras virtudes y defectos, nuestras gracias y pecados. Y así durante todos aquellos años en los que fuimos con Él de aquí para allá, bendiciendo niños, curando enfermos, enseñando a muchedumbres, dando de comer, de beber y haciendo mil milagros, resucitando muertos, y sacando de los infiernos humanos a los que la debilidad había empujado en sus vidas de pecado de toda guisa.
Pero llegaba el momento del adiós, y era inevitable la despedida poniendo punto final a esa historia humana entre nosotros de quien nunca dejó de ser Dios como Hijo. Pero comprendió que, aún marchándose, debía quedar de alguna manera. Y entonces, en el contexto de una cena postrera, les dejó como el mejor de los postres el don más hermoso al darles la Eucaristía. Su propio cuerpo, su propia sangre, como se parte un pan tierno, como se escancia generosamente el vino. Un gesto que nos mandó hacer en memoria suya cada vez que celebramos la santa Misa.
Siendo esta presencia del Señor tan bella y verdadera como inmerecida, no es la única en la que nos podemos encontrar con Jesús. Quiso Él señalar otra, que viene a ser complementaria, sin que a la primera le falte nada. Es su presencia en los hermanos, especialmente los más pobres y necesitados. El Señor en ellos ha tenido hambre y sed, ha tiritado de frío en su carne desnuda, ha sentido la incomprensión en sus injusticias y destierros, y ha hecho suya la enfermedad y su cautiverio encarcelado. Las dos presencias las celebramos los cristianos cuando nos llega la fiesta del Corpus. Las dos procesiones son para nosotros el acicate y la urgencia para un encuentro con el Amor de los amores y con aquellos por los que Él nació, murió y resucitó: los pobres. El amor a Dios y el amor a los que Él ama, son dos amores distintos pero inseparables sencillamente.
Mons. Jesús Sanz Montes