Gracias, Señor, por advertirme acerca de este peligro real que supone el fariseísmo. No dejes que me llene de mí mismo, o me autocomplazca. Necesito saberme pecador y vaciarme cada día, para que seas Tú quien ocupe el lugar central de mi alma.
Déjame ser como ese publicano: humilde, manso, pobre de espíritu, para que un día vea tu Reino y sepa hacer felices a todos los que me rodean en esta vida efímera.
Pongo mi confianza sobre Ti, para que lo seas todo en mi vida, todos los días. Gracias. Gracias. Gracias.
«El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 14).