Hoy la liturgia de la Santa Misa de hoy nos acercaba a uno de los misterios centrales de nuestra fe y de la historia de la humanidad, el momento en el que la Palabra se hace carne, en el momento en el que Jesús decide entrar en la historia y lo quiere hacer, como siempre, con una apuesta arriesgada: interrogando a la libertad del hombre: Él es quién llama a toda puerta, esperando que cada corazón le abra la entrada hacia su intimidad. En esta ocasión busca, entre todas las criaturas de la humanidad, quien puede entender el paso decidido que la Trinidad está dispuesto a dar: La Encarnación.
Pero antes de mirar a la gran protagonista de la fiesta de hoy, María, detenernos un momento en ese hecho: La Palabra se hace carne. Una Palabra que quiere, que se atreve, a asumir la naturaleza humana porque, como dice el Introito de la Misa de hoy, Entró en el mundo para hacer la voluntad de Dios. El Hijo se hace hombre para agradar a Dios-Padre.
Si, el Verbo se hizo carne y -como recitamos todos los días en el Ángelus- habitó entre nosotros, fue para cumplir la Voluntad de Dios. Un milagro que no se hubiera podido haber hecho sin el sí de una joven doncella de Nazaret.