“¡Qué santos somos!”: Y es que cuando decidimos ir a confesar, a veces, sentimos que no tenemos por qué, ya que no encontramos ningún pecado o ningún sentimiento de culpa: “Si yo no le hago mal a nadie…”.
“¡Qué pecadores que somos…!”: También nos puede invadir el sentimiento contrario y nos hace pensar que seremos incapaces de parecernos a grandes santos de la Iglesia. Nos conformamos, así, con lamentarnos y no poner soluciones para algo “irremediable”…
Todos tenemos nuestras épocas, al igual que los santos. Estas grandes figuras que la Iglesia hace despuntar, son puestas precisamente como ejemplo de creyentes que no siempre han tenido épocas fáciles y tan piadosas como podemos creer en un principio. También los santos pecaban, se desviaban del camino en muchas ocasiones. Pero el amor a Dios tuvo su última palabra en sus vidas y no se rindieron. Fueron capaces de luchar hasta el final superando sus debilidades y obstáculos que ponían trabas a su relación con el que más amaban.
Nosotros tampoco nos podemos rendir y por eso no debemos temblar ante una meta o paradigma perfecto. Tampoco podemos conformarnos e instalarnos en la “zona de confort” del pecado creyendo que es imposible salir de ella.
Tenemos muchos ejemplos de personas buenas y santas, que a pesar de no ser perfectas, en ellas ha reinado Cristo. ¿Por qué no le echamos un vistazo a la biografía de los grandes santos? Tal vez hayan pasado por algo parecido a lo que nosotros pasamos, tal vez nos ayuden a superarnos como ellos lo hicieron. Ellos también se confesaban y experimentaban la misericordia y el amor de Dios en sus corazones.
Es a lo que nos encaminamos todos, a ser santos, a darnos cuenta de lo mucho que nos ama Cristo y de lo que duele que le ofendamos. Y si no experimentamos esa misericordia divina en nuestras vidas, difícilmente seremos portadores de misericordia para el mundo. Cuanto más lo amemos más nos dolerá fallarle… ¡pero más amaremos!
Antonio Guerrero