La historia cuenta que había dos hermanos que se querían con toda el alma. Ambos eran agricultores. Uno se casó y el otro permaneció soltero. Decidieron seguir repartiendo toda su cosecha a medias.
Una noche el soltero soñó: «¡No es justo! Mi hermano tiene mujer e hijos y recibe la misma proporción de cosecha que yo que estoy solo. Iré por las noches a su montón de trigo y le añadiré varios sacos sin que él se dé cuenta.»
A su vez, el hermano casado soñó también una noche: «¡No es justo! Yo tengo mujer e hijos y mi futuro estará asegurado con ellos. A mi hermano, que está solo, ¿quién lo ayudará? Iré por las noches a su montón de trigo y le añadiré varios sacos sin que se dé cuenta.»
Así lo hicieron ambos hermanos. Y, ¡oh, sorpresa!, ambos se encontraron en el camino, una misma noche, portando sacos el uno para el otro. Se miraron, comprendieron lo que pasaba y se abrazaron con un abrazo de hermano, aún más fuerte, y para siempre.
Preciosa narración popular que nos invita a salir de nuestros egoísmos para pensar más en los demás. Cuando hay generosidad, cuando se olvida uno de sí mismo y piensa en el otro para hacerlo feliz, se alcanza la felicidad que nace del amor y de la fraternidad. La sospecha, la envidia y la avaricia son carcoma que empobrece nuestras vidas y nos hace sufrir mucho.
El amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo amar en hebreo (leehov), que significa hacer el bien. Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras». Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de entregarse, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
Se cuenta que, en una ocasión, la hermana pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: «¿Tomás, qué tengo yo que hacer para ser santa?» Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: «Hermana, para ser santa basta querer». ¡Sí!, querer. Pero querer con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un quisiera. La persona que quiere puede hacer maravillas; pero el que se queda con el quisiera es sólo un soñador o un idealista.
Jesús, nuestro Dios y Señor, nos enseñó a vivir pensando más en los otros que en nosotros mismos, porque «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza», nos dice san Pablo.
Qué bonito sería si todos nos amaramos como los dos hermanos de nuestra historia: pensando en el otro para hacerlo feliz.
† Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona