¡Qué ganas de comernos el mundo, de vivir la vida! Y es verdad que los jóvenes, o los que se sienten jóvenes, tenemos la gran suerte de tener la motivación para perseguir nuestros sueños, pero a veces nos damos contra un muro o nos desviamos del camino por querer hacer las cosas solos y de mala manera.
Cuantas relaciones hemos roto por causa de nuestro egoísmo, que nos encierra en nosotros mismos y no nos deja abrirnos al otro o reconocer nuestras flaquezas. Todos tenemos la experiencia de haber perdido un amigo a causa de este “mirarnos el ombligo”, que nos impide dialogar y darnos cuenta de la culpa que tenemos… ¡Qué pena que la pereza, los respetos humanos o lo superfluo nos petrifique para que no seamos capaces de pedir perdón o perdonar a los demás, incluso a las personas que más queremos…!
Cuando hacemos una acción mala, creamos un mal fuera de nosotros -la propia acción-, pero también otro dentro de la persona: la culpa, culpa que si se camufla o se esconde en lo más profundo de nuestro ser termina destruyéndonos a nosotros mismos y a los que tenemos alrededor, y cuya única forma de destruirla pasa por reconocerla y rechazarla, y termina por pedir perdón.
Pero también tenemos la experiencia de ese perdón que, cuando se pide con sinceridad y amor, viene a borrar esa culpa que nos ataba de pies y manos para darnos la libertad y la confianza para seguir adelante en el camino de la conversión.
¡Qué bonito es perdonar a un amigo o pedirle perdón a él! Cómo no hacerlo con el Amigo con mayúsculas que nunca nos defrauda, al que a veces a causa de nuestro egoísmo o pereza no tratamos bien y quebramos la relación tras hacerle daño a Él o a los demás.
Lo mejor es que Dios SIEMPRE nos perdona: ¿estamos dispuestos a reconocer nuestras culpas y a pedir perdón o preferimos destruir lazos, personas o incluso a nosotros mismos? ¿Queremos parecernos a Él y perdonar sin medida a cualquiera?
Todo esto consiste en sentirnos amados: el perdón está garantizado. ¿Nos atrevemos a dar el paso?