Llevo un par de días sintiéndome raro, con sentimientos encontrados.
Por un lado, me siento feliz. Gracias a Dios, he pasado un verano estupendo en el que ha habido tiempo para todo: para estar con mis amigos (en la playa, en barbacoas, en alguna fiesta, en la feria…), para estar con mi familia (de vacaciones, cenando en algún chiringuito o simplemente viendo alguna película en la tele), tiempo para hacer deporte, para leer, escuchar música, dibujar, tocar la guitarra… incluso he tenido tiempo para aburrirme.
El tiempo es un don de Dios, y como tal, hemos de hacerlo fructificar. Eso incluye el tiempo de descanso, un tiempo que nos concede Dios para, entre otras cosas, “afilar el hacha”, para volver a la rutina con las pilas cargadas y así poder servirle mejor a Él y a nuestros hermanos.
Es esta segunda parte de la historia la que, a priori, no nos hace tanta gracia; esa sensación de que se acaba lo bueno, de que ahora lo que toca es volver a nuestros aburridísimos deberes y obligaciones (¡palabras terribles!), en mi caso recuperar un par de asignaturas que me han quedado para septiembre…
Una parte de mí está muy agradecida a Dios por este magnífico verano, como ya he comentado, pero otra, como entre dientes, parece quejársele diciendo: “… ¿Te importaría darme un mesecillo más? ¿Qué más te da? ¡Si para Ti está chupado: eres Todopoderoso!”
Suena cómico, pero es así. Como diría el sacerdote Jacques Philippe, «tenemos un fuerte instinto de propiedad en lo relativo al tiempo». Creemos que el tiempo nos pertenece, y a veces nos aferramos a lo bueno ya pasado haciendo imposible que Dios nos sorprenda y nos bendiga, tanto en el presente como en lo que está por venir. Debemos confiar en que «Jesús está con nosotros todos los días» (Mt 28, 20), cuando me divierto y cuando me aburro, cuando descanso y cuando trabajo. Por tanto, no hay lugar para la resignación, sino para la ilusión: ¿quién sabe lo que Dios te tiene preparado para este nuevo curso? A mí espero que una buena novia…
Rodri Salmerón (Málaga)