Ante el terrible atentado ayer sufrido en Barcelona, mi ciudad, uno se puede hacer muchas preguntas y de muy diversa índole, todas ellas muy legítimas, porque ante semejante barbarie necesitamos la necesidad de respuestas que nos ayuden a intentar comprender, ya no solo los motivos, sino el porqué de este tremenda injusticia como es la de matar de manera indiscriminada personas de cualquier condición, nacionalidad, edad… que disfrutan de un paseo por uno de los lugares más emblemáticos de esta magnífica ciudad.
Mis hijos, todos ellos pequeños, cuando me preguntaban por lo sucedido ayer, no podían concebir en su mente inocente y pura, lo que podemos denominar como mysterium iniquitatis, es decir, este misterio del mal que puede llevar a una o varias personas a cometer semejante atrocidad. La capacidad de un niño para asumir que el mal existe en el mundo en estas coordenadas es muy limitada, y es que cuando uno crece va asumiendo, casi sin mayor dilación, que este mal efectivamente existe pero sin llegar a comprender bien el origen o el porqué, y cuando aparece de manera tan evidente nos es muy difícil de gestionar. La técnica y la ciencia actual intentan dar respuesta al sinsentido, sobretodo de manera paliativa, pero tampoco son capaces de entrar en lo profundo del hombre para poder dar esta respuesta a este misterio.
Sin embargo desde la fe sí que existe una respuesta clara, directa, sin rodeos, a este mysterium iniquitatis que nos provoca estupor y temor, porque nos hace entrar en una dimensión desconocida que encierra a la vez otro misterio, el de la existencia humana con todas sus consecuencias: ¿Quiénes somos? ¿Quién nos ha creado? ¿de dónde venimos? ¿hacia dónde vamos? ¿Por qué nos da tanto miedo la muerte si es algo que sabemos que tarde o temprano llegará? porque es ciertamente una cuestión difícil de encajar el que uno se levante por la mañana con la mayor de sus ilusiones en un día de vacaciones en un país extranjero para después, por la tarde, ver tu vida mortal truncada de manera tan terrible y diríamos ‘casual’… lo que nos hace sentir muy vulnerables y limitados. Es así. Nuestra existencia pende de un hilo y realmente cinco minutos, o cinco metros, puede ser la distancia entre la vida y la muerte inmediata. Este miedo, en momentos como este, nos interroga, nos interpela, nos cuestiona y nos enfada en lo profundo del ser ¿Dónde está Dios? ¿porqué permite el sufrimiento de tantos inocentes? ¿es realmente justo? ¿Dios realmente existe?
Decía Nietzsche, el famoso filósofo, que si Dios no puede ayudar a alguien en dificultad es porque no tiene poder y por tanto no es Dios y no existe. Y si pudiendo hacerlo no lo hace entonces es un monstruo. Este pensamiento ha acabado con la fe de media Europa. Pero es falso y por tanto inválido. Dios no ha permanecido quieto ni impasible al sufrimiento del hombre. Dicen los hebreos que cuando Dios creó el mundo y al hombre LIBRE, ya pensó también en lo que denominan ellos la Teshuvá, es decir, la posibilidad de que el hombre desviado y errado pueda retornar y reconciliarse con su creador. Esta Teshuvá se hizo carne precisamente en Jesucristo, su mismo Hijo que reconcilió al hombre con Dios (2ª Cor. 5, 18). Este Cristo que entró voluntariamente en la cruz, que como cordero humilde y manso aceptó ser rechazado, odiado, flagelado, escupido y crucificado, sin oponer resistencia, como cordero llevado al matadero, es el mismo Dios que ha querido descender a la realidad más profunda del hombre, ‘para destruir mediante su muerte al señor de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a esclavitud’ (Hb. 2,14).
Jesucristo ha sido la víctima inocente por excelencia, que no tenía ninguna culpa, el que ha cargado con las injusticias de toda la humanidad, con los pecados de todos los hombres que llevan a la destrucción. Todo pecado mata, el alma y hasta el cuerpo, y todo pecado recae siempre sobre una víctima inocente. Dios, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, y le ha concedido el donde más grande que pueda existir, la libertad, nos ha mostrado su verdadero rostro, su esencia, su mismo ser: El amor y la misericordia.
Cristo Crucificado, dirá San Pablo, es impronta de la sustancia divina ¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios?: ¡Es amor a todos los hombres, incluso sus enemigos, hasta el extremo, total, absoluto! Un amor que se da sin esperar nada. Cristo, su mismo hijo, ha tomado nuestra condición y ha descendido a nuestra realidad más profunda. Ha experimentado el desprecio, la desesperación, el odio, la soledad, la traición, el abandono, el dolor físico más absoluto que pueda existir, para abrirnos un camino por en medio de la muerte hacia la vida eterna ¿Dónde estaba Dios en Barcelona? Estaba sin ninguna duda presente en los inocentes vilmente asesinados. Estaba cercano en el sufrimiento de tantas familias rotas por el dolor para consolarlas. Estaba en los que han corrido en su auxilio y se han volcado en ayudar. Y está en la Iglesia, que frente a la locura y barbarie, anuncia y da una esperanza real y profunda en la que nos invita a creer: ‘La muerte ha sido vencida. La muerte no es el final. La muerte no tiene la última palabra. Dios nos ha preparado un lugar en la eternidad para gozar con él en su presencia’.
El hombre que no conoce a Dios, que no tiene su mismo espíritu y su mismo ser, en el uso de su libertad, es capaz de cometer las mayores atrocidades que nos podamos imaginar como la que hemos vivido y conocemos en la historia de la humanidad. Dios no puede obligar a los hombres a hacer el bien. Solamente les puede enseñar el camino de la verdad y la vida, porque como dice la Didajé, solo hay dos caminos posibles: ‘Uno que lleva a la vida y otro que lleva a la muerte’. Los cristianos debemos anunciar a tiempo y a destiempo el kerygma, esta buena noticia que con la acción del Espíritu Santo tiene la capacidad de reconstruir, de sanar, de crear un hombre nuevo como lo hizo con San Pablo, que pasó de asesinar inocentes a ser uno de ellos ¿Quién puede cambiar profundamente el corazón del hombre? Solo el amor de Dios. Oremos por las víctimas, por sus perseguidores y seamos anunciadores de la salvación.
Jacob Bellido.