Cómo anunciamos el Evangelio

Cambiar el mundo, Catequesis

José Fernando Juan

Uno de los grandes temas cristianos de nuestro tiempo, sobre el que se ha escrito ya mucho, es la importancia de recuperar una transmisión viva y efectiva de la fe. Constatamos que esa cadena que unía a generaciones diferentes, al tiempo que iba desplegando la belleza y grandeza de la tradición cristiana, se ha roto y se desconecta más el presente de su raíz y fuente católica.

Si miramos al origen, la Resurrección es un anuncio. Las mujeres y los apóstoles que se acercan a la tumba en la que han puesto a Jesús para cumplir con los ritos funerarios pertinentes se encuentran con una enorme sorpresa. Por un lado, que ya no está donde se esperaba hallar, entre los muertos. Por otro lado, se anuncia con una novedad radical que está vivo y se le puede encontrar.

De hecho, a esta primera experiencia fundante acompaña otra más prolongada en el tiempo: la posibilidad de convivir con Cristo Resucitado en tanto que Él se hace presente y manifiesta libremente. De este modo, aquellos que han recibido el anuncio y han creído en él, insertándose así en la historia de la salvación como hijos adoptivos, pasan a ser anunciadores. No hay nada extraño, es absolutamente natural: sólo muestran y cuentan lo que viven; sólo viven en coherencia con lo que muestran y dicen.

Hoy afrontamos una situación distinta. Los siglos de Europa cristiana y una larga lista de acontecimientos hacen que todo el mundo parezca que conoce lo que es en verdad ser cristiano, la iglesia, los sacramentos, su moral, su espiritualidad. No partimos de cero, sino de un momento de rechazo, desprecio o, incluso, de combate contra lo cristiano que hace que el anuncio sea muchas veces más difícil y se enfrente a numerosos prejuicios.

Una característica de nuestro tiempo, que además se va acentuando, es la individualidad que deriva en indiferencia general hacia los otros y lo otro, pero especialmente ante fenómenos que quieren y reivindican romper con semejante autonomía y soledad para abrirse necesariamente a experiencias mayores y de sentido más denso. Esta individualidad que encierra la persona en un inmanentismo omniabarcante que pretende dar explicación cerrada a todo evita e impide que haya un cuestionamiento hondo de carácter trascendente y suprime ciertos valores hasta ahora consolidados.

En esta situación, el anuncio del Evangelio debe afrontar tres retos, que no son necesariamente una escala pedagógica, pero que están ahí muy presentes y pueden servir para articular una respuesta cultural actual a la condición social que degrada lo religioso. En primer lugar, es imprescindible que el anuncio pase a ser una ruptura de la individualidad tal y como es considerada en la modernidad y la posmodernidad. Por lo tanto, no tan egoica como relacional, no tan autosuficiente como necesidad, no tan virtual como corporal, no tan autorreferencial como cultural. En este punto se juega la condición de posibilidad de apertura de la persona a algo más allá de sí misma. Sea el otro o el Otro, sea el prójimo o el Lejano.

En segundo lugar, esa trascendencia tiene que tomar cuerpo de misterio personal y vivo, actuante y dialogante, capaz de interrogar y de ofrecer respuestas a la vida profunda de la persona. Me parece que este contenido en nuestro tiempo, lejos de suponer un distanciamiento de la realidad, debe hacerse mucho más real y mucho más presente en todo. No se trata de separar hacia experiencias distintas de lo cotidiano cuanto de rupturas en la propia comprensión y vida para que lo común y ordinario se experimente preñado de un sentido mucho mayor del esperado y del que normalmente se espera. La realidad se vuelve, por la presencia del Misterio, cargada de sentido y densa. No extraña o ajena, sino amable y amante.

Por último, en sentido cristiano, ninguna de las dos anteriores tendría una orientación y contenido real si no se identifican con el Hijo Jesucristo, muerto por nosotros y resucitado. El misterio no es tal misterio por lo incognoscible, sino por su relación de amor y de entrega salvífica. La contemplación del Hijo es, por lo tanto, decisiva. No la identificación con él, sino su trascendencia dialogante con nosotros y su capacidad, en tanto que Hijo, de crear fraternidad y comunidad de hermanos que celebran, que sirven y que se aman unos a otros al modo como Él ama.

En cuanto al anuncio del Evangelio, estas tres claves se despliegan, a mi modo de ver, comúnmente en los dos sentidos. Hay instituciones que parecen más instaladas en un modo de proceder y otras que viven las claves a la inversa. Unas realidades eclesiales siguen insistiendo en la trascendencia de todo mientras otras tienen su corazón centrado muy especialmente en Cristo y ese es su anuncio, el kerigma encarnado. Quizá son realidades diferentes y complementarias, sin más. Pero no puede faltar Cristo, muerto por amor y resucitado para siempre. Ahí es donde, a mi entender, el anuncio del Evangelio hoy es decisivo.