La Resurrección del Señor introduce en nosotros una nueva vida, un nuevo modo de razonar, de ver las cosas, porque Cristo al resucitar, vence la muerte y nos abre el horizonte de la Vida Eterna.
Los Apóstoles quedan desorientados ante la muerte de Cristo en la Cruz. La compañía de la Virgen María les sostiene en la espera. ¿Verán de nuevo al Señor? Se les hace muy largo el tiempo de incertidumbre; y uno de ellos, Tomás, ni siquiera cree en el testimonio de los otros
“Buscad las cosas de allá arriba”. “Vuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios”.
No somos seres para la muerte; somos criaturas para la eternidad. Hemos de contemplar con más frecuencia la vida de Cristo, hemos de pensar más en Dios, en ese Cielo que nos muestra Cristo Resucitado, hemos de estar más cerca de la Santísima Virgen.
Así, resucitaremos y apartaremos nuestra mirada de la cólera, del enojo, de la malicia, de la impureza, de las pasiones deshonestas, de la mentira…, en una palabra, de todo lo que es muerte; y descubriremos la luz de Dios, la luz de la Resurrección de Cristo en tantas cosas de la tierra: en nuestra propia casa, en nuestros hijos, en nuestros padres, en nuestros vecinos, en nuestro trabajo…Comprenderemos mejor a todos y los amaremos más; viviremos con la alegría de la resurrección, acompañando en la tierra a Cristo resucitado en nuestro prójimo, y gozando en la esperanza de vivir eternamente con Él.
“Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo”.
El horizonte de nuestro vivir se amplía indefinidamente. Los límites de nuestros proyectos terrenos y temporales saltan por los aires. Nuestras penas y alegrías se enriquecen con un nuevo aroma de eternidad.
El ansia de permanecer, de ser inmortal, no se alcanza con lápidas que se llenan pronto de moho y de suciedad; ni con un puesto en una academia de hombres que, a sí mismos, se califican de “inmortales”; ni con una gran familia que, al paso de las generaciones, acaba siendo también arena del desierto, y mucho menos con manipulaciones digitales de nuestro organismo, eliminando células enfermas y muertas, por algoritmos.
El sueño actual del hombre de construir otro hombre no es más que un mal sueño de una mala noche de verano. Desde el principio del andar del hombre sobre la tierra, el pecado de los seres humanos ha querido convertirnos en “dios” de nosotros mismos. Ahora da la impresión de que hay hombres que anhelan ser “creadores”, no ya de sí mismos, sino de otros “hombres” sobre los que puedan ejercer su desequilibrado poder.
Escribiendo estas líneas ha caído en mi poder la homilía de Benedicto XVI, en la Misa del solemne inicio de su pontificado. Sus palabras finales son una llamada que abre las puertas de nuestras almas, para vivir la propia resurrección en Cristo Nuestro Señor.
“En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, Él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes.
¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él–, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén”.
Ernesto Juliá
Publicado en Religión Confidencial