En Belén, un pesebre; en el Calvario, una Cruz (II)

Semana Santa

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En sus brazos, María sostuvo al Dios que vino a abrazar al mundo. Dos mil años atrás, en el silencio de la noche, como la luz atraviesa el cristal, de las purísimas entrañas de la Virgen María, nació Jesús. Al caer la tarde, treinta y tres años después, murió en la Cruz, mientras su propia Madre era testigo de excepción de todos sus sufrimientos: a simple vista, una historia humana con un inicio dramático y un final trágico.

Tres son los momentos que se pretenden contemplar y en todos, el denominador común es una de las muestras de afecto más frecuente: el abrazo.

El primer abrazo

Rechazado por todos pues “vino a los suyos y los suyos no le recibieron”, nace Jesús en un lugar inhóspito, que servía de refugio para los animales. María y José, expectantes y confiados, acogen con todo su amor el nacimiento divino. ¡Cómo abrazarían ambos a su pequeño! ¡Cómo estrecharía María entre sus brazos a su divino Hijo! ¡Cómo lo apretaría contra su pecho, alabando a Dios por ser la escogida de tan grande honor y responsabilidad!

Embargada de emoción, lo contemplaría extasiada. Si llevarlo en su seno la convertiría en la primera Custodia de la humanidad, su contemplación sería la primera Adoración del mundo. Lo arrullaría con mimo y reverencia, lo llenaría de caricias mirándolo embelesada, contando sus respiraciones y deshaciéndose en arrumacos. ¡Qué dulces canciones tararearía para dormirlo! ¡Cómo se acurrucaría el Niño en los brazos de su Madre!

Este primer abrazo, cargado de ternura iniciaría la Redención: “Él se hizo lo que somos, para hacernos lo que Él es”, predicaba San Ireneo. Un abrazo de amor y de plena confianza en Dios. María, conocedora de las profecías, era consciente de lo que habría de venir, pero desde el primer momento, con su fiat no tiene más voluntad que cumplir la voluntad del Padre.

El segundo abrazo

Jesús condenado a muerte. Jesús humillado y vilipendiado. Jesús, camino de la Cruz. Y María, junto a Él, a pocos metros de distancia, sufre en su interior lo que estaba escrito: una espada de dolor atravesando su corazón.

“El que no toma su Cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mt 10,38). Y Jesús no solo la toma, si no que la abraza. El sacerdote Luis Poveda, en un reciente estreno musical que recorre las estaciones del Via Crucis, teniendo como referencia textos de San Josemaría Escrivá, canta sentidamente en la segunda “Mira cómo abraza la Cruz sin miedo, cómo en el madero reposa el Corazón. Aprieta con fuerza, no quiere dejar escapar el sueño de su Padre, el sueño de los dos”.

Cambia el regazo de su Madre por un madero, ofreciendo su Amor hasta el extremo. Una de las escenas más conmovedoras que aparece en la magnífica película de “La Pasión de Cristo”, dirigida por Mel Gibson, sacude con fuerza nuestro interior al mostrarnos cómo María, al ver caer a Jesús con la Cruz, recuerda su primera caída en la niñez y cómo, en ambos momentos, acude veloz en su ayuda.

Sin embargo, en esa caída segunda repleta de amargura y dolor, María no levanta únicamente a su Hijo: María, Madre del Redentor, levanta el peso de los pecados de la Humanidad, nuestro peso. Jesús, abrazando su Cruz, abre sus brazos a nuestras almas.

El tercer abrazo

“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Traspasado su costado, para que se cumplieran las escrituras, Jesús es descendido de la Cruz. De la Natividad a la Piedad. De Belén al Calvario. María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II afirma: “Ella, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, permanece unida a su Hijo hasta la Cruz, donde, por disposición divina, se convirtió en Madre de todos los hombres”. (Lumen Gentium, 58)

También confiere Mel Gibson una belleza desgarradora al descendimiento de la Cruz: María, con el rostro sereno y apesadumbrado, abraza y besa en sus brazos el ensangrentado cuerpo inerte de su Hijo. Tan sumamente cuidados están los detalles en esta película que aparece el mismo tema musical en la caída con la cruz a cuestas y en el abrazo de María al cuerpo sin vida de su Hijo, estableciendo una relación directa entre ambas escenas.

Con la mirada perdida, presa del dolor, reedita el primer abrazo con la esperanza puesta en Dios. ¡Cuánto dolor en el corazón de María! Si ya es dramático para una madre sobrevivir a un hijo, ¿cuánto más lo será en circunstancias así? Y si solo el amor y la caridad hacen posible el perdón, ¡cuánto nos ama Dios para incluirnos en ese abrazo!

Del abrazo en Belén al abrazo en el Calvario. Detengámonos con María en esta escena. Pausemos nuestra prisa y quedémonos al pie de la Cruz, observando las consecuencias de nuestras miserias, pero, sobre todo, pidiendo perdón y contemplando cómo Dios nos redime del pecado y cómo nos ama con infinita locura.

Francisco Javier Domínguez

En Belén, un pesebre; en el Calvario, una Cruz (I)