Crucifixión

Semana Santa

Javier Pereda Pereda

El viernes al mediodía crucificamos a Jesús de Nazaret en el Calvario. Como indica el libro del Génesis, Adán también fue creado el penúltimo día de la semana, el sexto, ya que el último el Creador descansó. De esta forma, Dios quiso salvar al hombre el mismo día en que fue creado. Por eso indica san Gregorio, uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia, que un árbol (el del paraíso) se opuso a otro árbol (el de la cruz), y unas manos se opusieron a otras manos.

Adán pecó desobedeciendo a Dios junto al árbol prohibido, Jesús nos redimió obedeciendo a su Padre Dios en el árbol de la cruz. Las manos del Señor se extendieron con fortaleza contra aquellas otras manos que por debilidad y soberbia se extendieron para coger el fruto de la perdición. Unas manos clavadas nos hacen libres, contra aquellas que buscaron el desorden del pecado.

Algunos escritores piensan que el primer hombre y padre de todos los humanos está enterrado en el Gólgota, lo que supondría una casualidad providencial. En este lugar, el nuevo Adán nos rescató a la vida, donde estaba enterrado el que fue causa de nuestra muerte. La sangre redentora del Hijo de Dios cayó sobre la cabeza de aquel que, por serlo del género humano, transmitió a todos sus hijos la culpa que había de ser lavada con esta sangre.

Podemos conocer la hora en que Jesús fue crucificado mediante un estudio comparativo de los Evangelios. El cómputo del tiempo se dividía en cuatro periodos de tres horas: la mañana, la hora “tercia” (de nueve de la mañana a las doce del mediodía); la hora “sexta” (desde el mediodía a las tres de la tarde); y la hora “nona” (entre las tres y las seis de la tarde). La noche se contaba por vigilias: cuatro vigilias entre las seis de la tarde a las nueve de la mañana.

En los evangelios sinópticos, san Mateo, san Marcos y san Lucas coinciden en que Jesús estaba ya en la cruz, y a punto de morir, cerca de la hora sexta, entre las doce y las tres de la tarde. San Juan dice que “eran las doce poco más o menos” cuando Pilato sentado en la tribuna judicial, iba a dictar sentencia, y que lo crucificaron a la hora sexta. Jesús estuvo en la cruz durante tres horas. Por lo tanto, no existe contradicción entre los evangelistas en establecer que la hora en que murió el Señor sería las tres de la tarde.

Este instante les sirve a algunos de recordatorio para unirse a aquel momento único de nuestra redención. Todas las cosas de la creación lloraron la muerte de su Señor. Una vez que Jesús entregó su espíritu y expiró, el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló y las piedras se partieron; se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron.

Para los judíos incrédulos, que todavía no habían llegado a la convicción del centurión Longinos, de que Jesús verdaderamente era el Hijo de Dios, el hecho de que se rasgase el velo del Templo, suponía una inequívoca señal divina. Al caer el velo, Dios hizo saber que ya no estaba en el Santuario.

Al Templo se entraba por el atrio, le seguía el lugar que se llamaba santo y otro más escondido, separado por el velo, que se llamaba santo de los santos. El santo de los santos se convirtió en un lugar cualquiera, porque el verdadero santo de los santos estaba ahora en el Calvario, en donde se encontraba la verdadera arca de la alianza, que encerraba todos los tesoros de Dios, la verdadera Víctima de la propiciación divina. La vara de Aaron había sido sustituida por el árbol de la cruz. Las tablas de la Ley habían sido superadas y perfeccionadas por el mandamiento nuevo de Jesús: el del amor. El maná quedaba ya sólo como un recuerdo, el verdadero Maná era el Cuerpo y Sangre de Jesucristo.

Por eso, nunca agradeceremos bastante el sacrificio cruento de Jesucristo en la cruz, que conmemoramos hoy, y el inmenso regalo de participar cada día en el sacrificio incruento de la Santa Misa. “Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).