Luz de las naciones

Catequesis

José Gil Llorca

Nunc dimittis. Estas son las primeras palabras de una oración que la Iglesia reza todas las noches de todos los días, de todas las semanas, de todos los meses, de todos los años, desde hace muchos siglos. Se reza como himno de Completas, la hora litúrgica que completa la oración diaria que eleva la Iglesia orante a Dios. Este himno recoge las palabras del anciano Simeón cuando se acerca a José y María que llevan a Jesús para presentarlo en el templo. Este hecho lo celebramos como la fiesta de la Presentación. Es el cuarto misterio gozoso que se contempla en el rezo del Rosario.

«Nunc dimittis servum tuum, Domine, secundum verbum tuum in pace. Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz». El anciano Simeón había recibido un oráculo de que no moriría sin haber visto antes al Mesías, al Salvador. Y el evangelista San Lucas nos narra ese encuentro gozoso, lleno de alegría que colma el tiempo y los años de vida de Simeón. Ahora ya puede serenamente esperar la muerte. Dios ha cumplido su promesa y los ojos de Simeón han visto al Salvador.

La celebración de esta fiesta se llama también la Candelaria porque desde los primeros siglos los fieles entraban en la iglesia con candelas encendidas. Con ello recordaban lo que Simeón había dicho del Salvador. Lo llamó luz. Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Luz no solo para Israel sino para todas las naciones. Y gloria de Israel porque de este pueblo venía esa luz.

Ya muchos siglos antes, el profeta Isaías había anunciado, tal y como lo recordamos en las celebraciones de Navidad que el pueblo que caminaba en tinieblas y en sombras de muerte vio una gran luz; una gran luz les brilló. Pues bien, esa luz estaba ahora delante del anciano Simeón. Y él reconoció que ese niño venía a iluminar a la humanidad, a todas las naciones de la tierra. Sin esa luz el mundo seguiría eternamente en tinieblas y sombras de muerte.

Ante el asombro de José y María, nos sigue relatando San Lucas, Simeón los bendijo y le dijo a María: —«Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción y a tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones».

Y así ha sido y sigue siendo desde entonces. Jesucristo, el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador del mundo sigue siendo signo de contradicción. Y delante de Él que es la luz del mundo quedará patente lo más íntimo de cada uno, los pensamientos y lo que hay dentro de cada corazón de cada persona. Cristo es la luz que penetra en nuestro interior. Y esa luz pondrá de manifiesto que es lo que somos y qué es lo que hemos decidido ser; si nuestro corazón ha dejado o no penetrar la salvación y se ha dejado purificar; si en él habita el bien o si está dominado por las tinieblas del mal. Y esto que sucede de modo personal, también será algo que suceda a los pueblos y naciones.

Vivimos tiempos aciagos, tiempos de oscuridad, donde parece que el mal ha anidado en tantos corazones y, como consecuencia también los pueblos y naciones viven en sombras de muerte. Pero al igual que el anciano Simeón, debemos ser conscientes de que la luz vence las tinieblas. El mal puede ser vencido. De hecho ha sido vencido. El reino de las tinieblas ha sido vencido. Y nosotros somos hijos de la luz. Hemos recibido esa luz de aquel que es la Luz. De aquel que nos dice: «Vosotros sois la luz del mundo». Y que nos da una indicación imperiosa: «brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas acciones y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». Así que vayamos con confianza y alegría a iluminar este mundo.