Pasamos a un momento en el que la celebración nos invita a tranquilizarnos. Nos sentamos y la Iglesia ofrece a Dios sus dones: pan y vino. Ofrendas que representan el fruto de nuestro esfuerzo y trabajo y que Jesús las convertirá en Él mismo, en su Cuerpo y en su Sangre entregado y derramada por nosotros. Junto a ellas, unas velas y unas flores simbolizarán nuestra vida que se ofrece y se consume ante Dios: velas que iluminan y se van agotando, flores que se marchitan desprovistas de su tierra para vivir en Cristo.
El sacerdote eleva los ojos, el cáliz y la patena a Dios y recuerda que no se le puede ofrecer nada al Creador si no se ha recibido antes. Y le da gracias por ello. En ese momento también nosotros estamos elevando nuestro corazón dando gracias a la vez porque Él nos está santificando y nosotros lo estamos glorificando con esa ofrenda tan humilde.
Y depositamos sobre ese altar nuestras vidas por entero: penas y alegrías, trabajo, estudio, amigos, preocupaciones, sacrificios e incluso nuestro dinero. Reposamos todo lo que tenemos en esa mesa que aun así no es suficiente, pero basta con que roguemos a Dios por nuestro insignificante sacrificio para que Él lo haga digno y agradable a sus ojos: “Rogad hermanos… Amén.”
En ese momento, nuestra mirada se dirige al cielo junto a las manos del sacerdote. Ya le hemos lanzado a Dios todo lo que podíamos ofrecerle, nos hemos lanzado nosotros mismos. Y ahora Él recibe todo lo mandado y está preparado para hacerse realmente presente en medio de nosotros y por eso, en ese “levantemos el corazón”, nos disponemos a que el Señor entre en nuestras vidas.
Junto al prefacio, con palabras de gozo y gratitud nos unimos al coro de los ángeles para preparar y alabar al que viene el nombre del Señor; “Hosanna en el cielo’’, silencio, que ya va a entrar nuestro gran Amigo.