Hoy es un hecho evidente que cada vez se lee menos. Por desgracia leer menos equivale a pensar menos y pensar menos lleva a que las personas sean cada vez menos personas. Se dice que estamos en la cultura de la imagen. Pero la imagen tiene un componente mucho más pasivo. La lectura exige una respuesta positiva, una acción. La imagen nos llega, la recibimos tal y como viene, no intervenimos en ella, no le damos forma. Lo que leemos no simplemente lo leemos. Leer supone poner en marcha un proceso de la inteligencia por el que traducimos unos signos, comprendemos lo que se nos comunica a través de esos signos y nos cuestionamos el contenido de esa comunicación. Leer nos hace ser más activos y más críticos; nos hace mirar la realidad de otro modo. No estoy desacreditando la imagen, sino simplemente defendiendo la palabra y la palabra escrita. Todos los lenguajes son necesarios. Pero hoy nos encontramos ante un déficit muy peligroso de lectura.
La lectura nos hace también más imaginativos, más creativos porque demanda un esfuerzo mayor que la mera recepción de imágenes. Y además, el déficit al que aludía, es mayor si nos referimos a lecturas que nos ayuden o nos hagan pensar, es decir, a lecturas que no sean de simple entretenimiento. Uno puede ir al cine o ver una película en televisión simplemente para pasar el rato o porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Dice mucho que el diario en España de mayor tirada sea un diario deportivo. No me parece este dato nada positivo. Es un índice claro de por dónde van las inquietudes y los intereses de la inmensa mayoría. Por eso mismo me parece cada vez más necesario arriesgarse a pensar. He dicho bien: arriesgarse. Porque hoy, pensar es un riesgo. Y algo nada fácil. Me refiero, claro está, para pensar en profundidad. Se es capaz de pensar, pero sólo las cosas imprescindibles, para lo inmediato. Se pueden hacer planes futuros pero sin rebasar el horizonte de la finitud. El uso lógico de la inteligencia está desarrollado casi exclusivamente para las cuestiones técnicas. Más allá de estas cuestiones que afectan al aquí y ahora, a lo estrictamente pragmático, nos encontramos que para un gran número de personas se da una creciente incapacidad para plantearse cuestiones de otro ámbito y para comprender nociones como finalidad o sentido. La inteligencia se hace así cada vez más superficial y necesita cambios rápidos de registros porque las cuestiones últimas producen vértigo si es que aún no aparecen como absurdas o estúpidas.
Les cuento una anécdota real. La cuento tal y como a mí me la contaron. El primer día de clase en la Facultad de Filosofía de cierta universidad española, el veterano profesor, hombre profundo y verdadero pensador y filósofo, se dirige enérgicamente a los alumnos de primer curso diciéndoles: «¡Piensen! ¡Piensen!». Y añadía. «Les aseguro a que va a ser para ustedes una experiencia novedosa y fascinante».
Sí, por desgracia, hay muchos jóvenes que van a la universidad pero no han pensado nunca. Desconocen lo que se llama pensar en serio. Pensar, es una tarea que hoy, requiere ante todo audacia. Todo parece tan problemático y confuso que ejercer nuestra capacidad de razonar parece una aventura peligrosa. Al menos uno tiene la sospecha de que no llegará a ninguna base firme y que por lo tanto no vale la pena. Mejor dedicar el tiempo a otra cosa. Y sin embargo, pensar, es lo más propiamente humano y es imposible ahogar totalmente esa tendencia. De un modo u otro, ante determinadas situaciones, el ser humano no puede dejar de plantearse las preguntas fundamentales. Lo que sí puede, y por desgracia hace en muchas ocasiones, es no prestar atención a esos interrogantes. Pero no hacerlo nos degrada como seres humanos y nos reduce a la pura animalidad, al embrutecimiento más pernicioso y triste que podamos imaginar.