JC 03/11/2024
Probablemente Eduardo Chillida sea el escultor español más conocido del siglo XX. Esto con el permiso de Jorge Leiza quien no me perdonaría el atrevimiento inicial, principalmente por el enfrentamiento personal que tuvieron ambos durante más de treinta años. Decía Leiza que parecía que la sociedad no consentía dos grandes artistas vascos y que debía salir uno de esa dualidad, yo creo que esto no fue así, pero habrá que respetar la excentricidad del maestro Leiza.
De hecho, la constatación de que esto no fue así quedó reflejada en el Santuario de Nuestra Señora de Aránzazu en Oñate, donde Chillida hizo las puertas de la iglesia y Leiza los doce apóstoles, quedando de esta manera inmortalizada la impronta de los dos escultores.
En este año en el que celebramos el centenario de su nacimiento, estimo necesario hacer un breve repaso por una parte esencial de su vida: Pili, Pilar Belzunce, su esposa y compañera inseparable de por vida. Se conocieron en el colegio cuando ella tenía catorce años y Eduardo dieciséis.
Él solía decir que su vida y su obra sin la presencia de Pili no habrían sido lo mismo. Tuvieron ocho hijos y Pilar, desde el primer momento apostó por la dedicación de su marido, permitiéndole que no faltase ni un día a su estudio mientras ella se hacía cargo de los hijos y de la economía familiar, que esta labor le fue legada por Eduardo. Él solo se encargaba de sus composiciones artísticas. Decía Pilar que ella no tenía ocho hijos, sino que tenía nueve y que el escultor, Eduardo, era el que más guerra le daba.
Ella no solo fue la cimentación del hogar, Pilar le sirvió también de apoyo intelectual para que Eduardo fuese incluido en la élite parisina de galerías de arte de mediados del siglo pasado. Para referirse a su Pili, Eduardo hacía suyas las palabras de San Juan de la Cruz: “ya no cuido ganado ni ya tengo otro oficio que tan solo en amar es mi ejercicio”. Así le expresaba su enorme gratitud.
La cuestión es que Chillida mostró a lo largo de toda su vida una humanidad sincera que se vio reflejada en cada una de sus obras. En su grabado titulado Redención que se encuentra en la Parroquia de San Pablo de la Cruz en Madrid, expresa de forma singular su carácter de perdón y acercamiento, por primera vez visto en una obra artística, une la Cruz de Cristo con la del buen ladrón, ya que él, no podía concebir un momento tan trágico como es la escena del Calvario sin un perdón sincero. De igual forma, al otro lado de la Cruz dejó un hueco para invitar al otro ladrón a unirse de forma fraternal.
Este sentimiento de fraternidad y unión entre los hombres le acompañó siempre. Le obsesionaba tanto el espacio como el tiempo y sobre estos motivos trabajó materiales tan diversos como el hormigón, el hierro y el alabastro. Lo hizo desde los dibujos más íntimos y sencillos hasta grandes estructuras de granito y hierro, gran parte de las cuales se pueden ver en su museo Chillida-Leku sito en Hernani. El lugar es mágico casi de película fantástica, representa una fusión entre arte y naturaleza muy digno de ver. Las esculturas se dejan ver entre las hayas, los robles y los magnolios. Las grandes creaciones de granito y acero dialogan de forma elegante y cordial con el entorno.
Chillida no entendía la vida sin una perfecta simbiosis entre el artista y la humanidad. De ahí que no cesase de investigar en todos los aspectos, desde sus facetas artísticas más innovadoras, hasta su religiosidad. Con respecto a la primera decía que cuanto más aprendía, menos sabía; guiño necesario al iniciador de la razón, Sócrates, cuando decía: “sólo sé que no sé nada”. Y con respecto a la segunda se definía como católico con muchas preguntas, con muchas dudas, las cuales le animaban a seguir con su formación espiritual.
Como persona sobresaliente que fue decía: “Más vale ciento volando que pájaro en mano”, idealizaba las utopías, es su sentido más noble, puesto que don Eduardo potenciaba la honradez y la defensa de la libertad como los grandes motores de su existencia. A mi juicio, aquí radica la verdadera valía de Chillida, en esta cohesión entre arte y reivindicación social sobresalía su humanidad. Él decía que sus valores eran universales – los universales de Sócrates, de nuevo…-, la paz, la tolerancia, el diálogo y que éstos bien entendidos siempre serían contemporáneos.
Sus obras más conocidas reflejan la magnitud del personaje, en su “Peine del viento” que está situado en la falda del Monte Igueldo de San Sebastián, quiso expresar la necesidad de que el viento entrase peinado en la playa de la Concha, maravilloso idealismo.
En el “Elogio del Horizonte”, monumental escultura de hormigón que se encuentra en el Cerro de Santa Catalina de Gijón, quiso exponer un lugar abierto al hombre y al encuentro, un espacio para ser ocupado más que contemplado. Sobre esta obra dijo: “Todos los hombres somos hermanos. ¿No será el horizonte nuestra patria común? ¿No será también el presente en el que vivimos otra frontera, otro límite, otro lugar sin dimensión como el horizonte? Todas estas interrogantes y otras muchas forman parte de la naturaleza y hacen que mi obra busque en ella y en sus leyes todo lo que, siendo patente, es difícil de alcanzar”
Podría continuar con muchas más obras de Eduardo Chillida, en la curiosidad del lector quedará la labor de conocerlas. Ahora bien, sí me gustaría hacer una breve reseña a la Cruz que regaló a la Catedral del Buen Pastor de San Sebastián. Está extraída de un bloque de alabastro de ochocientos kilos; don Eduardo autorizó a la Iglesia a vender la obra en caso de necesidad económica, dando otra vez muestra de su filantropía y bondad.
La obra de Chillida deja escapar al espacio, es decir, no se limita a la forma material de la misma, sino que el valor lo adquiere por su relación con la ubicación que tiene. Esto se lo explicaba a sus hijos en los paseos que daban por el caserío Zabalaga, en cuya parcela se encuentra el Museo Chillida-Leku. Les hacía ver como según fuese el tiempo de ese día, las nubes, la lluvia, el sol, el viento, las obras se veían de forma diferente y eso las enriquecía. Esta especie de existencialismo, no le llevó a dudar de su religiosidad, al contrario, para él era una invitación a ver la existencia de algo en espacios no tangibles, y por lo tanto, éstos debían buscar la relación del hombre con su espiritualidad.
José Carlos Sacristán