El hombre se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Por eso, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
El evangelio de hoy nos habla de la llamada de todo hombre (varón y mujer) a la comunión. No hemos sido creados para vivir en soledad: a imagen de la Trinidad, que es una relación amorosa de Personas, hemos sido creados para la relación con Dios y con los demás.
Una forma especial de comunión es el matrimonio, en el que varón y mujer forman un pacto de amor que conlleva una unión absoluta y total, que se expresa de modo muy potente y expresivo en la unión de los cuerpos, de tal modo que “ya no son dos, sino una sola carne”.
En la actualidad nos resulta difícil -y a muchos, imposible- aceptar una unión de amor para todos los días de la vida. El Señor era consciente de nuestra dureza de corazón, que no sólo se ha dado en nuestra época: tal vez por eso, justo a continuación de su afirmación sobre la unión matrimonial, pone el foco de atención en los niños. Un niño no duda de que, si sus padres le dicen que siempre le van a querer, eso va a ser así. Pero los adultos perdemos esa inocencia, empezamos a considerar las dificultades y nos vamos convirtiendo en escépticos: se nos endurece el corazón y desconfiamos de la posibilidad de un amor que dure en el tiempo.
Ciertamente, en muchos sentidos sería bueno que nos hiciéramos como niños. Todos llevamos dentro el anhelo de ser amados, como los pequeños. Si en vez de desconfiar de esa posibilidad nos abriéramos a entablar relaciones verdaderas, daríamos una oportunidad de hacerse real ese deseo profundo de vivir un amor para siempre. No digo que sea fácil: pero sí que es posible. Y que, además de con nuestras débiles fuerzas, contamos siempre con la ayuda del Amor.