Algunas veces me encuentro con personas que, creyendo en Dios, no creen que tenga algo que decir en sus vidas. En ocasiones es una actitud de elección libre, de querer que Dios no «estorbe» sus planes -como si Dios pudiera estorbar-. Pero no en pocos casos es simplemente que no han mamado en su familia el reconocer en todo la caricia de Dios Padre cuidando de sus hijos; nadie les habló de Dios.
Yo podía ser una más de estos últimos, de no haber sido tocada por una gracia especial y concreta por la que sólo puedo dar gracias y alabar y bendecir día y noche al Señor. Las palabras que una y otra vez vienen a mi corazón son éstas: «proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.»
No puedo creer que yo sea más especial que el resto, una especie de escogida. No es así. Tiene que ser que Dios está siempre derramando su gracia, y en cierto momento hemos abierto el corazón y la gracia lo ha llenado por entero. Y hemos hecho lo que Dios nos pedía.
A veces nos suelen decir que qué bien lo hemos hecho con nuestros hijos, porque son buenos y tratan de vivir santamente; a mí me sale responder que el que lo ha hecho bien es Dios porque, si por nosotros fuera, habríamos sido de los que no habrían sabido transmitirles que detrás de todo está la mirada y el cariño atento de Dios Padre. Pero a decir verdad sí hemos hecho algo bien: hemos sido dóciles y tomado la ruta que nos marcaba el Espíritu Santo, aunque al principio nos resultase difícil.
Qué importante es hablar a los hijos de Dios. Y qué fácil es dejar de hacerlo. Por eso Dios manda a su pueblo, a través de Moisés, lo que está escrito en el Deuteronomio:
«Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.» (Dt 6,4-9)
Es preciso pues guardar las cosas de Dios en el corazón y para recordarlas incluso ponerlas bien a la vista; por ejemplo, en mi caso, tengo una gran Biblia abierta en el salón. Y si quieres que tus hijos amen a Dios y tengan gusto por alcanzar la santidad, además de guardar en tu corazón las cosas de Dios y tenerlas a mano, cuéntaselas después a tus hijos.