La pena de no haber amado

Amor

Sin Autor

Las penas del amar llevan escondido el consuelo de las alegrías donadas al ser amado. Y aun ausente la persona querida, su recuerdo no se agosta en la melancolía y en la nostalgia; se endulza, se aromatiza en el bálsamo del amor vivido, del espíritu compartido, de la corriente de vida que ha regado los corazones de la madre y de la hija, de la esposa y del esposo, de los amigos.

La pena de no haber amado llena nuestra alma de amargura, de hiel, de vacío. Nuestra naturaleza, el alma y el cuerpo, el espíritu y la inteligencia, anhelan amar; sienten una cierta nostalgia de otro ser. Y cuando no amamos, algo se ha roto en el núcleo central de nuestra personalidad, algún desequilibrio azota nuestro espíritu.

Quizá durante una temporada más o menos larga de nuestro existir sobre la tierra, conseguimos dominar la inteligencia, el corazón, el espíritu en su totalidad, para no dar cauce al aliento de vida que nos induce a amar, hasta que de alguna manera toda energía aprisionada anhela liberarse y nos hace estallar a nosotros en mil pedazos: ira, malhumor, desprecios, odios, ironías; todo fruto del no-amar.

Si el amar deja huella en el alma, rastro que en uno o en otro sentido siempre la enriquece, el no haber amado origina cicatrices que acompañan al hombre y a la mujer hasta el final de su vivir, como acompañan al árbol los muñones de las ramas cortadas.

Cuando llega la muerte de alguna de esas personas en las que no hemos puesto todo nuestro corazón, toda nuestra alma, las cicatrices se abren y sangran de nuevo, si todavía el no-amar ha permitido que el espíritu, o al menos algún resto del alma, continúe vivo. En esos instantes, la muerte nos da la medida de nuestro amor y de nuestro desamor. ¿Quién, ante el cadáver de su madre, de su padre, de un hijo, de alguno de sus hermanos, no se entristece por haber amado poco? La ausencia física definitiva de los seres queridos pesa ciertamente en nuestro espíritu; y su peso se hace todavía más íntimo cuando descubrimos tantas muestras de afecto, de cariño, de sacrificio que hemos dejado de hacer por ellos cuando los teníamos a nuestro lado.

Esas malas actuaciones no dejan en nosotros un mal sabor, una pena, como el recuerdo de nuestros desamores. Hemos archivado esos instantes en que bastaba un gesto, un abrazo, un beso para darles una alegría, y no se lo hemos dado; en los que quizá hubiera sido suficiente una simple sonrisa pidiendo perdón, y hemos permanecido serios para no dar nuestro brazo a torcer; en los que hubiera sido suficiente un poco más de paciencia para comenzar una conversación.

Nuestra miseria se nos hace más patente, y nuestros ojos son a veces incapaces de sostener su mirada. Si aceptamos con serenidad el reproche de nuestra alma, tenemos abierta la posibilidad de amarles en otras personas; y aun muertos, les pediremos perdón por la infinidad de ocasiones perdidas de amar un poco más, de haberles hecho un poco más dulce el camino del vivir, de haber compartido con ellos más alegrías, de haberles evitado penas y dolores inútiles, frutos solamente de un momento débil, o malvado, que todos los mortales tenemos esa capacidad de ser crueles.

¿Por qué no hemos amado? ¿Por qué no hemos amado con la intensidad y la entrega que deberíamos haberlo hecho? Los motivos para refugiarnos en el egoísmo y en la esterilidad de no-amar no son difíciles de descubrir. Diferencias de carácter; simpatías y antipatías que surgen de alguna manera naturales entre los seres humanos, discriminaciones no catalogadas ni confesadas, y mucho menos abiertamente reconocidas.

Unas veces por ira, otras por odio, casi siempre por prejuicios, ideas preconcebidas y, en no pocas ocasiones, por el miedo que atenaza nuestro afán de pensar en los demás, de preocuparnos de los demás, de amarlos, miedo a comprometernos demasiado, miedo a arriesgar, y al sacrificio de darnos a los demás, de servirles.

La pena de no haber amado lleva siempre en su seno la amargura de la soledad; del silencio estéril e infecundo.

El cansancio de no amar. Algunos consideran que todos los miedos del hombre se reducen, y se originan, en el miedo a la muerte. Quizá también es posible reducir todos nuestros cansancios, todas nuestras desesperanzas y desilusiones, nuestras penas, nuestros miedos, al cansancio y a la pena de mantener con empeño la decisión de no amar. Es una violencia que sufre nuestro espíritu por parte de la voluntad; una batalla interna que concluye siempre con una derrota del mejor don que Dios ha puesto en nuestra alma. Y nos lo ha regalado para que también nosotros lo demos a los demás.

«El cuerpo joven, pero el alma helada, / sé que voy a morir, porque no amo/ ya nada». Manuel Machado lo entendió bien: no amar es ya haber comenzado a morirse, y perseverar en la decisión de no amar, es ya un suicidio consumado.

Quizá nada nos da mejor la medida de nuestra mezquindad como el descubrir que ni siquiera hemos sido conscientes de no haber amado. ¡Cuántas veces habremos pasado delante de personas que esperaban de nosotros una sonrisa, y ni siquiera las hemos mirado!

Ernesto Juliá

Publicado en Religión Confidencial