¿Cómo puede cansarse un ser humano que ama, si en amar encuentra la más plena realización de su vivir; el significado de su existencia?
La Escritura nos dice que «Dios es amor»; y por amor ha creado el mundo; y nosotros los seres humanos, hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, compartimos de alguna manera, y necesariamente, ese núcleo de vida divina. Si esto es así; ¿cómo lo que nos da la vida, el amar, puede ser origen de cansancio, de agotamiento, de fatiga?
¿Es que el amar no sostiene al que ama en el empeño? San Juan de la Cruz canta: «Buscando mis amores, /iré por esos montes y riberas, / ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras / y pasaré los fuertes y fronteras», y parece tener razón. Quien ama, sabe lo que quiere, concentra sus fuerzas en alcanzar lo que su corazón anhela, sin dejarse entretener ni disturbar en su camino.
Una madre que cuida a su hijo enfermo encuentra energía en los más recónditos pliegues del alma y, hasta cuando la vigilia se presenta como algo impuesto, continúa siendo fruto del amor. En realidad, la perseverancia en el empeño sacia su sed en una de esas corrientes de agua subterráneas, que también las hay en el espíritu, que salen a relucir cuando una veta de amor comienza a agostarse, y es necesario bajar a simas más profundas del espíritu para abrir otras.
Y sin embargo, también se cansan quienes aman, quienes dan la vida por los demás, quienes piensan en los otros y están dispuestos a hacer todo lo posible para darles una alegría, para «alcanzarles la luna», si fuese necesario para su bien. Quienes no cejan en el empeño, aun sin que nadie se lo reconozca, aun sin ser correspondidos como anhelan, aun siendo rechazados; quienes dan su vida por amor de Dios, sirviendo a los demás. ¿Por qué se cansan?
El cuerpo y el espíritu se agotan después de un esfuerzo inaudito, algo mayor de lo que les permitía sus fuerzas. A quienes aman no les fatiga el trabajo, les duele el alma al no poder dar todo lo que desean, el no poder manifestar plenamente su amor; y al ver que la persona amada rechaza el amor que se le ofrece, y con el rechazo se hace daño a sí misma.
El primero es el cansancio que proviene de la palabra buscada y no siempre encontrada, para consolar en el dolor, para acompañar en la pena, para hacer partícipe de una profunda alegría, para comunicar nuestros más hondos sentimientos, a un amigo, a un padre, a una madre, a un hermano, a la persona amada.
El cansancio no frena a quien ama, no alcanza nunca a apagar el afán por dar todo a la persona amada. Hasta en su misma incapacidad de completar su acción, encuentra la energía de volver a comenzar. Del amante se puede decir lo que escribió Machado en sus «Soledades»: «Tu alma será una hoguera/ en el azul invierno aterecido/ para aguardar la amada primavera». Y en el aguardar, el amante es tenaz y persevera, aunque la primavera tarde más de lo previsto en anunciarse; y pasen años y años, quizá en su lecho de muerte, hasta que pueda cantar el «Volé tan alto, tan alto/ que le di a la caza alcance» de San Juan de la Cruz.
Las facetas de este cansancio son indecibles; como son incalculables las manifestaciones del saber amar. El marido que cuida con paciencia a su mujer, a quien ve irse apagando enferma de Alzheimer, llega un día a descubrir que sus gestos son inútiles, que la comunicación se ha cortado del todo, y que sólo le resta ver como se consume el ser querido. Y, sin embargo, se mantiene firme, aunque más consuele su corazón que el de su mujer, al limpiarle el sudor, al cambiar la postura de su cuerpo.
¿Quién apagará la hoguera del alma de una madre, creyente y fervorosa, que ve a un hijo dejarse encantar por las sinfonías de una seta, y no consigue convencerlo de que esas luces que dice ver no son siquiera un espejismo en el desierto? En el cansancio de la pena, su amor encontrará fuerzas para continuar rezando, para no dejar de sonreír a su hijo, para no cerrar definitivamente ninguna puerta, en espera de que su hijo descubra un día que en la casa de su padre hay algo más que bellotas compartidas con los cerdos.
El segundo, es quizá el cansancio más difícil de sobrellevar, porque a veces se ve como envuelto en la desesperanza de conseguir el bien para el amado; y no por no poder dárselo, sino porque el amado, la amada, no desea recibirlo. Y no duele el rechazo, que también el desprecio se lleva con serenidad por quien ama; duele el ver que la persona amada continúa lejos de las veredas de la vida, sin descubrir la necesidad de amar, de dar la vida por los demás, de compartir el vivir, amando y sirviendo.
En los cansancios de los que aman se vislumbra uno de esos misterios inefables del vivir, que consigue dar sentido hasta al sufrimiento, al dolor, que no busca nunca el descanso, porque sólo descansa en la alegría del amado; y, a la vez, en el amar así va descubriendo la alegría de compartir con Dios la vida. «Amar, amar, amar, / Ser más, ser más aun:/ Amar en el amor, / Refulgir en la luz».
Y de esta misma especie es el cansancio de los santos, de quienes sirven sin límites a conocidos y a desconocidos; de quienes no hacen distinción entre amigos y no amigos, porque para ellos todos son hijos de Dios; de quienes se esmeran en ser buenos profesionales para hacer la vida más agradable y llevadera a los demás; de quienes ya no temen nada en este mundo, y alcanzan a reflejar la luz de Cristo -Quien de verdad amó hasta la muerte, hasta la Resurrección- en una sonrisa llena de cansancio, porque ya sólo saben amar, suceda lo que suceda, les traten como les traten. Y, sobre todo, porque descubren también que su amor es siempre muy pequeño, que los horizontes del amar sacrificado, generoso, misericordioso, se pueden agrandar siempre más, más, más.
Ernesto Juliá
Publicado en Religión Confidencial