Yo soy de las que siempre pensé que la pureza de corazón es tener un corazón inmaculado, sin mancha ni defecto. A esto contribuyó mucho mi nombre, Águeda, que significa la que es buena. Y también un tío abuelo jesuita, que cada vez que me veía me lo recordaba y yo entendía que tenía que esforzarme por conseguirlo con mis puños.
Hace tiempo que comprendí que las cosas no son así y a ello me ayudó mucho un diálogo entre el hermano Francisco de Asís y el hermano León, que está recreado en el capítulo X del libro «Sabiduría de un pobre» de Eloi Leclerc. Ahora me lo estoy releyendo y me lo ha recordado.
«Después de un momento de silencio, Francisco preguntó a León: —¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón? —Es no tener ninguna falta que reprocharse —contestó León sin dudarlo. —Entonces comprendo tu tristeza —dijo Francisco—, porque siempre hay algo que reprocharse. —Sí —dijo León—, y eso es, precisamente, lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.»
Yo era como el hermano León, y todavía lo soy cuando me olvido poco a poco de las palabras de Francisco. Son muchos años de buscar mi perfección, que no es mas que pura vanidad, y tantos años de fracasar estrepitosamente, acrecentando así mi baja autoestima. Iba a explicar lo que dice Francisco de la pureza de corazón, pero por qué explicar lo que ya está bellamente escrito:
«—¡Ah!, hermano León; créeme —contestó Francisco—, no te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que Él es. Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás con respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano.»
La pureza de corazón es un corazón completamente vaciado de sí mismo para que Dios pueda llenarlo entero y ya sólo vivas para adorarle y alabarle con cada latido de tu corazón. Y como dice Francisco, el deseo de perfección se cambia «en un simple y puro querer a Dios».