Vamos a ser claros: de primeras, para la mayoría de los padres no es fácil escuchar de un hijo «me voy al seminario» o «me voy a un convento». Pero lo cierto es que, pasado un tiempo, casi todos coinciden, aunque es cierto que no sin un punto de pena (especialmente cuando la vocación es monástica), en que ha sido una de las mayores bendiciones en sus vidas. A fin de cuentas, y quizás esto pasa cada día más, muchos tienden a ver en sus hijos una proyección de lo que les hubiera gustado ser y, claro que sí, las ganas de tener nietos cuentan también en todo esto.
Obviamente, esto no sucede siempre, pues las madres que rezan para que el Señor les regale un hijo sacerdote están ahí. Pero, insisto, la experiencia compartida con decenas de sacerdotes como yo me dice que el primer impacto es más bien de shock que de alegría.
Lo que quizás no saben los padres que, de primeras, no se alegran de que su hijo se vaya al seminario es que ellos tienen muchísima culpa de ello. Porque las vocaciones requieren de una sensibilidad para lo divino que, de un modo misterioso y oculto, va brotando en la persona desde pequeñitos gracias a la educación recibida.
Incluso cuando la vocación se descubre tarde, pues lo cierto es que el primer libro que lee casi toda persona al llegar al mundo es la vida de sus padres y todos, de un modo u otro, somos producto de sus aciertos y sus errores. Así que, en sentido pleno, nadie puede decir que, en su vocación, sus padres no tienen nada que decir. Aunque sólo fuera porque los padres nos dan la vida, ayudando a Dios a crearnos…
La clave para que los padres acepten de buen grado la llamada sacerdotal de los hijos es comprender que éstos son un regalo del Señor, un don. Sí, a priori esto a un cristiano nos puede sonar evidente, pero socialmente no lo es y, en cualquier caso, aunque uno tenga fe, puede costar asumirlo con todas sus consecuencias.
Antes bien, los vástagos se han convertido -como casi todo, por desgracia- en un falso «derecho», arrebatando así al Señor la iniciativa ante toda vida humana. Si YO quiero tener un hijo, lo «fabrico» si hace falta; si YO no quiero tener un hijo, lo evito con artificios o, directamente, quitándole la vida en el vientre materno. Así funcionamos.
Por eso, la conciencia de que toda persona es un don que Dios pone en nuestras manos es absolutamente fundamental para aceptar de buen grado la vocación de un hijo. Es que, incluso, el cónyuge es un ser que Dios pone en las manos del que se casa. ¡Pero para devolvérselo en el día de la muerte santificado! Es más, creo firmemente que la primera pregunta que recibirán los esposos en el juicio particular será: «¿qué has hecho con (pon el nombre que quieras), a quien me pediste y te entregué para que me lo santificaras? Pues bien, la segunda pregunta será exactamente la misma, pero respecto a los hijos.
Qué importante es cultivar esta mentalidad de que todo es don desde el noviazgo. ¡Nadie nos pertenece! ¡Todos somos de Dios!
Claro que es comprensible una cierta tristeza inicial y que algunos padres piensen que pierden un hijo, pero, de verdad, incluso la inmensa mayoría de sacerdotes que proceden de padres sin mucha fe dan testimonio de que, pasado un tiempo, sus progenitores están encantados con su vocación, y especialmente al final de sus vidas, cuando muchos presbíteros se hacen cargo de uno de ellos cuando se ha enviudado.
Hace unos años, una encuesta revelaba que la «profesión» con mayores índices de felicidad era el sacerdocio católico. Es cierto y esa es otra de las grandes alegrías -quizás la mayor- que descubren los padres ante la vocación de sus hijos: su felicidad.
Un hijo sacerdote, con los ojos de la fe, es una ganancia, es un don increíble del Señor, una verdadera bendición. Pero, como toda bendición, requiere una gran generosidad previa. Sea como sea, ¡vale la pena!
Javier Peño