Es Domingo de Resurrección, y la Iglesia nos dice lo dice. Y nosotros festejamos, y cantamos y bailamos, porque sentimos que es lo que hay que hacer ante lo que nos dicen. Sin embargo, ¿Qué pasa si yo no lo siento? ¿Qué pasa si cuando me dicen que tengo que estar feliz, no lo estoy? ¿Si mi madre sigue enferma, mi amigo sigue con depresión y me acaban de echar del trabajo? ¿Si sigo teniendo las mismas envidias, enfados y carencias? ¿En qué ha afectado que Jesús resucite?
Pues sucede que me doy cuenta que la alegría por decreto no me sirve de nada. Que, si no entiendo verdaderamente el misterio de la resurrección, no voy a encontrar esa felicidad de las mujeres al encontrarse la tumba vacía. Por ello, tenemos que meternos en el fondo del sepulcro para descubrir que Jesús, efectivamente, no está ahí. La resurrección viene después de la cruz.
Y es que la Pascua de resurrección no son unos días en los que estamos contentos porque nos acordamos de que Jesús resucitó. No es simplemente algo que pasó en el pasado; sino algo que pasa aquí, ahora y así. Es la forma en la que el Señor nos dice que no nos puede evitar el sufrimiento, que tu abuelo seguramente no se vaya a curar y que la guerra no va a acabar de un día para otro. No. Es la forma en la que nos dice que estas cosas no tienen la última palabra, que Él resucita cada día, en cada lugar. Por cada lágrima, hay 1000 sonrisas, por cada acto de crueldad, hay 1000 abrazos que reconfortan, por cada Judas, hay 11 apóstoles más.
Y eso es lo bello, saber que la gracia de Dios sobreabunda en el mundo, aunque no la veamos, o no la queramos ver. Así que ahora te propongo: revisa tu vida, y mira dónde resucita Cristo cada día en ti, porque solo así seremos capaces de verle resucitado, calmar nuestros corazones, y decir verdaderamente:
“¡Jesús ha resucitado, alegraos!”
Ignacio Prieto
@ignaciopriga