En un largometraje estrenado en 1999, del que no compartiremos el título para evitar “spoilers”, un grupo de guerreros nórdicos, abandonaba sus hogares para combatir un dragón de fuego, que asolaba sus tierras, dejando a su paso, destrucción, dolor y desolación.
Estos guerreros, armados hasta los dientes, se preparaban para librar tantas batallas como fueran necesarias, con el fin de acabar con tan terrible bestia, aunque en ello les fuera la vida. Sin embargo, en uno de los primeros escarceos, uno de ellos descubre algo que cambiaría por completo la expectativa de éxito de tan peligrosa misión.
“¡Son humanos! ¡Son humanos!”, decía a voz en grito, para que sus compañeros de armas, fueran conscientes de a qué se estaban enfrentando. El dragón de fuego no era tal bestia maligna, si no, criaturas humanas ávidas de sangre.
En cierto modo, los católicos acostumbramos a tener una representación idealizada de los santos, no como bestias malignas, si no como seres de luz, imperturbables e irreprensibles, alejados del pecado y de la terrenal vida del mundo, impasibles antes las tentaciones, con rostros hieráticos e impertérritos. Sin embargo, esta idea no se corresponde con la realidad, aunque la santidad de estas almas, nos conduzca a pensar en seres superiores, dotados de extraordinarias cualidades y marcados desde la cuna para su santificación.
Gracias a Dios, tenemos más santos que días tiene un año: prueba de ello es el santoral, en el que, en cada jornada, confluyen las celebraciones de varios. Probablemente, todos los que conocemos no suponen ni una milésima parte de los que habitan en la morada celestial.
Por este motivo, es necesario aclarar la llamada a la santidad. Cualquier alma está llamada a ella: tenemos libertad para escoger, por complejo que resulte nuestro contexto y tenemos muchísimos ejemplos de santos que, habiendo nacido en mil ambientes diferentes, y con características diametralmente opuestas, han llegado a la Casa del Padre.
¿Qué les distingue de nosotros? ¿Cuál es el secreto de su santidad? ¿Qué fue lo que cambió sus vidas? En primer lugar, su respuesta a la llamada. Dios llama siempre, pero muchas veces, nuestro teléfono aparece como ocupado o fuera de cobertura; otras, colgamos porque no queremos escuchar promociones o porque no nos va bien en ese momento, porque tenemos que probar los bueyes. Y cuando respondemos, puede ser que lo hagamos con desgana o nula confianza.
Los santos y santas de Dios, más tarde o más temprano, de modo más dulce o más brusco, responden a ese llamado, tirándose a la piscina sin saber si está llena, porque basta una palabra del Señor, para que nuestra alma quede sana.
De santa Teresita se dice que, a muy temprana edad, fue consciente de la llamada del Señor; a San Pablo, tuvo Dios que tirarle del caballo, para sumarlo a su causa, cuando perseguía denodadamente a los cristianos; San Dimas, sobre la bocina, le roba el corazón al mismo Dios en la Cruz.
San Agustín, después de más de treinta años, se entrega en cuerpo y alma, por la gracia de Dios y las lágrimas de su madre, Santa Mónica. Santos conocidos, ejemplos de entrega, generosidad y coherencia, que, diciendo sí al Señor y poniendo todo en sus manos, alcanzaron la gloria eterna.
El beato Ramon Llull, después de una vida cortesana, como un Agustín actualizado, recibió un aldabonazo tan fuerte de Dios, que hasta sus propios amigos le tuvieron que hacer caer en la cuenta de que debía proveer a su familia de lo necesario para vivir, porque estaba decidido a venderlo todo y entregarlo a los pobres.
Y aún, tratando de disculparnos o de ser condescendientes con nuestra inoperancia y falta de convencimiento, podríamos aducir que todos ellos, pertenecen a épocas anteriores, que de eso hace mucho tiempo. Sin embargo, la imitación de Jesús, aunque tiene derechos de autor, permite el plagio indiscriminado sin caducidad o limitación alguna. El joven Carlo Acutis, la Madre Teresa de Calcuta, Santa Maravillas de Jesús…todos ellos lejos del blanco y negro y del pergamino medieval.
Los santos son humanos, sin poderes como los superhéroes. Lo sobrenatural de sus vidas, viene dado por la aceptación en el cumplimiento de la voluntad de Dios. ¿Cómo podemos conocer su voluntad? Lo más fácil y efectivo es pedírselo a Dios mismo, como un niño le pediría cualquier cosa a su padre. Con confianza, con esperanza y con insistencia. De San Agustín es el conocido “Dame, Señor, lo que pides y pídeme, Señor, lo que quieras”.
El mismo Dios se hizo hombre, para mostrarnos su Amor y la malicia del pecado, tal y como aprendimos en el catecismo. Personas como tú, como yo, como cualquiera que podamos encontrar en nuestro día a día. Personas con alegrías y penas, con preocupaciones y retos, con éxitos y fracasos, con sentido del humor o sin él…
“Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/que muero porque no muero,” escribía Santa Teresa. Uno de los patronos de las misiones, San Francisco Javier, debía abrirse la sotana en medio de sus ajetreados desplazamientos, porque le oprimía el pecho sentir tanto amor de Dios. Y otro santo, Ignacio de Loyola, le recordaba insistentemente, antes de dar el sí incondicionado al Señor, “¿De qué te sirve ganar el mundo entero, si pierdes tu alma?”.
Todo son ventajas, pero nos retiene el no ver los resultados inmediatos o no obtener recompensas a corto plazo. Si, por un segundo, pudiéramos vislumbrar lo que el Señor nos tiene preparado, tendríamos muy claro qué hacer en cada momento. Mientras tanto, pongámonos en remojo frente al sagrario, sembremos el campo, confiando en que Dios enviará la lluvia.
Francisco Javier Domínguez