Me recuerdo en la sala de estudio de mi casa hace unos seis años. Tenía un objetivo y una motivación. El objetivo: aprobar un examen, y la motivación: que mi amiga fuese aquella tarde a la Misa de catequesis. Hacía poco que había oído hablar de la santificación del trabajo —o, en mi caso, el estudio—, pero pensé: «Ya no puedo convencerle por mensajes, ahora solo me queda rezar y ofrecer por ella este rato de estudio. Sin móvil y sí pensando a lo grande».
La fe no es magia. Dios nos hace partícipes de la Creación: cuenta con nosotros para la construcción del Reino de Dios, que está es nuestro mundo. Quiere que con nuestro trabajo o estudio hagamos el bien a nuestra sociedad: que los periodistas cuenten la realidad con rigor y respeto a los demás, los médicos busquen sin fatigarse cómo sanar a las personas, los abogados velen por la justicia o los políticos en el bien común. Si eres estudiante, tienes la obligación de formarte bien, para luego ayudar mejor a los demás.
Los cristianos tenemos un papel en este mundo: llegar a Dios en medio del mundo y muchos a través del trabajo o el estudio, es el camino que tenemos para llegar a Dios que, además, nos configura como personas, nos dignifica. Me gusta imaginar a Jesús trabajando en el taller de José, aprendiendo de él cada día, sufriendo en su propia piel la dureza del trabajo y la alegría de terminar las cosas bien, porque Jesús se hizo como nosotros y vivió todo lo que vivimos cada día.
Mi amiga apareció en Misa. Aquello no fue una victoria, más bien noté como Jesús me decía al oído: «Necesito de tu ayuda para que los demás me conozcan». Con nuestro trabajo bien hecho, ofrecido a Dios y, por tanto, a los demás, encontraremos la felicidad plena que da ir de su mano siempre. ¿Y será fácil? No, para nada, pero vale la pena no cansarse de luchar por hacer las cosas cada día mejor, como hacía San José en su taller de Nazaret.