Cuentan que, cuando el asno llevaba a Jesús sobre sus lomos entrando en Jerusalén, al ver a toda la gente aclamando, con palmas en sus manos y gritando alabanzas, pensó que lo hacían por él. Y así caminó orgulloso y erguido entre la multitud sin darse cuenta de que el motivo de la alabanza no era él, sino aquel a quien llevaba.
Del mismo modo, a nosotros nos puede pasar que cuando recibimos una alabanza o una felicitación, tengamos la tentación de atribuirnos el mérito de las cualidades que poseemos o de las cosas que hemos llegado a hacer, sin darnos cuenta de que todo es un don de Dios, de que nuestras cualidades son un regalo suyo, y de que el hecho de que podamos hacer cosas bien, tener éxito, y dar fruto es porque él nos lo ha permitido y nos ha ayudado.
San Pablo dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te glorías?» (1 Cor 4, 7). No se trata de que Dios no quiera que aceptemos de buen grado nuestras cualidades o que dejemos de reconocer las cosas que hacemos bien. Se trata de que no nos gloriemos en ellas pensando que nuestro valor depende de ellas o que las hemos conseguido por nuestras propias fuerzas. Se trata más bien de que reconociendo todo lo que hemos recibido de Dios, lo pongamos al servicio de los demás para así dar fruto
Entonces comprenderemos que toda alabanza que podamos recibir es alabanza al Dios a quien llevamos en nosotros. De modo que podamos ser como ese pequeño burro que camina erguido y con la cabeza alta, pero no porque se atribuya el mérito, sino porque es consciente de a quien lleva.
P. Jesús Silva (@elpadrejesus)