El juicio en el que se condena a muerte a Jesús de Nazaret es el más importante de la historia de la humanidad. La actualidad de los hechos impide la prescripción. Esta decisión del Sanedrín —formado por setenta jueces y presidido por el sumo sacerdote Caifás— estaba motivada por la envidia. Temían que la creciente popularidad del “hijo de José”, que curaba enfermos, multiplicaba los panes y los peces, perdonaba los pecados y resucitaba a los muertos —como a su amigo Lázaro en Betania—, pusiera en peligro su poder religioso, político y económico.
El odio llegó a cegar al Sanedrín: primero dictan la sentencia y después celebran el juicio. La predeterminación del fallo conculcó de forma flagrante el derecho, cometiendo una retahíla de irregularidades procesales.
Para desacreditar al Mesías (Hijo de Dios), desplegaron una campaña de mentiras, porque, como se comprobó en su entrada triunfante a Jerusalén, gozaba de estima. Los mismos alguaciles —al estar Jesús en busca y captura— se resistían a detenerlo, porque su personalidad cautivaba y jamás había hablado así hombre alguno.
La superioridad moral del Consejo judío se encargó de imponer su torticero relato de propaganda, en contra de quien había venido al mundo para dar testimonio la Verdad. De ahí que la Asamblea judía, con manifiesta prepotencia, descalificara de ignorantes y de haber sido objeto de engaño a quienes no aceptaban sus postulados. Por eso había que cambiar la opinión que el pueblo judío tenía de este hombre —“Omnia bene fecit”—, mediante un juicio farisaico y nulo de pleno derecho.
No toda la Corte judicial suprema —intérprete de la Torá— pretendía de forma unánime detener a Jesús con engaño y darle muerte. Entre los doctores de la ley, eminentes juristas como José de Arimatea y Nicodemo, exigían un proceso con todas las garantías: “¿Es que nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle oído antes y conocer lo que ha hecho?”. Pero de inmediato sufrió el acoso y la presión —el “lawfare”— de la mayoría del senado judío: “¿También tú eres de Galilea?”. “Investiga y te darás cuenta que ningún profeta surge de Galilea”.
Desde que detienen al reo en el Getsemaní hasta que muere en el Gólgota apenas transcurren 16 horas, en un juicio sumarísimo y sin dilaciones indebidas. El Sanedrín —que actúa como juez y parte— conspira contra el Justo, en un acto de terrorismo de Estado; su falta de neutralidad le lleva a denunciarle, detenerle, procesarle, condenarle y trasladarle, infringiendo que el instructor no juzga.
Si como reconoce Caifás las competencias para dar muerte a un judío correspondía a la jurisdicción romana, ante ella tenía que haber acudido “ab initio”; ni siquiera al tetrarca Herodes Antipas en Galilea. El Sanedrín convierte la presunción de inocencia del reo en presunción de culpabilidad; pudiendo detenerle en el Templo, le aplicaron “la pena de telediario”, con un despliegue escandaloso y violento, con nocturnidad, alevosía, mediante engaño, traición y recompensa.
El Sanedrín desembolsó de los fondos reservados del Templo las 30 monedas de plata que concertó con Judas, malversando caudales públicos para cometer un asesinato. Impidieron al Iscariote resolver el contrato de compraventa de Jesús, al devolverles, arrojándolo al suelo, el pago del precio, que lo emplearon blanqueando capitales.
Al presentar a Jesús ante el juez ordinario y predeterminado, Poncio Pilato, el Sanedrín vuelve a instrumentalizar el sistema de justicia para deshacerse de “Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum” (INRI) —cuyo reino no es de este mundo— y le presionan para que ejecute la sentencia condenatoria. Imponen al juez competente que prevarique —hasta en cuatro ocasiones declaró públicamente la inocencia del reo—, bajo las amenazas de no ser amigo del Cesar.
De nada sirvió al pretor romano la argucia legal de indultar a Jesús en vez de a Barrabás, ni la flagelación brutal que infligió al “Ecce homo”. Fue declarado inocente de las cambiantes acusaciones del Sanedrín, de ser rey los judíos (no pagar impuestos, crear tumultos o destruir el templo).
En el momento culmen de la historia de Israel, su conversión consistía en que el Sanedrín reconociera en el juicio que Jesús era el Hijo de Dios, como él confesó bajo conjuro. Pero se le condenó por una blasfemia inexistente. El relativista Pilato se lavó las manos por cobardía al transigir en la condena de quien era la Verdad y la Justicia