Me impresionó escuchar hace unos pocos días el fino diagnóstico del profesor universitario Juan Luis Palos sobre la hipersexualización de nuestra sociedad. Decía el historiador en su charla que la omnipresencia del sexo en nuestra cultura —en los medios de comunicación, en la publicidad, el cine, la televisión, etc.— tiene su raíz en la falta de amor, en que realmente los seres humanos no nos queremos unos a otros. Me sorprendió el diagnóstico, pues nunca lo había pensado así.
Al día siguiente leía en una entrevista al profesor Leonardo Polo —hecha por el periodista Salvador Bernal en los años sesenta y que acaba de ver la luz en el volumen XXXVI de sus «Obras completas»— que el pecado del capitalismo ha sido un «pecado contra la fraternidad», la gran olvidada de la revolución democrática («La dignidad humana ante el futuro y otras entrevistas», Eunsa, 2023, p. 24). Mientras los ideales de libertad y justicia se han hecho realidad aun con luces y sombras en muchos países, la fraternidad entre las personas y los pueblos —como suele decirse— brilla por su ausencia.
Me pareció que Polo acertaba con una lucidez meridiana y me resultó evidente la relación entre la audaz tesis del historiador y esta otra del sabio filósofo. Es obvio que si el sexo consiste en el consumo egoísta del placer carnal, la hipersexualización de nuestra sociedad occidental, supuestamente avanzada, vendría a ser una consecuencia directa del opresivo dominio del capitalismo consumista. Algo así se reflejaba ya en la clásica novela de Aldous Huxley «Un mundo feliz» (1932) con el soma que anestesiaba a los ciudadanos con el placer, anulando su pensamiento propio y su voluntad personal.
En mis cursos de «Claves del pensamiento actual», uno de los temas sobre los que invitaba a mis alumnos a escribir era precisamente este del sexo y el amor. Viene a mi memoria ahora el valiente ensayo que preparó un valioso estudiante de 4º año de Comunicación Audiovisual. Después de contar que llevaba 10 o 12 años consumiendo pornografía, añadía: «Nosotros —se refería a él y a los de su generación— estamos hartos de pornografía, de sexo casual, poliamor y todas esas mierdas; lo que queremos es amor, ternura, compromiso, implicación». Me impresionó mucho su afirmación tan radical. Y leyó aquel ensayo en clase junto con los de otros estudiantes que decían cosas parecidas. No se trataba de adolescentes, sino de jóvenes de 22 o 23 años que terminaban su carrera e iniciaban su vida profesional: lo que venían a decir es que querían encontrar una pareja que les quisiera y a la que querer, con la que poder hacer una vida y llegar quizás a construir una familia.
Nuestros jóvenes de hoy saben mucho de sexo y muy poco del amor y la amistad. Aunque a menudo no sepan expresarlo bien, lo que anhelan es aprender a amar, descubrir el amor, y eso es precisamente lo que el sexo por sí solo no puede dar. No es que el amor sea el consuelo de los pobres, de los ingenuos o los reprimidos, sino que más bien el egoísmo, el egocentrismo, al saturar el propio yo, torna incapaz a la persona de abrirse y querer a los demás. Esto es lo que les pasa a los consumidores de pornografía o en general a las víctimas de adicciones, sean las drogas, el alcohol o lo que fuera. La absolutización del egoísta placer individual es un símbolo muy adecuado para aquella caracterización del profesor Leonardo Polo del pecado contra la fraternidad, contra el amor, como el pecado del capitalismo, que aparece de modo tan manifiesto en nuestra sociedad.
Reducir el amor al placer sexual es simplemente una estafa, un error antropológico. «No hay nada más viejo y gastado que el placer» escribió Tolstoi en ¿Qué es el arte? (Eunsa, 2007, p. 87). En contraste, el verdadero amor tiene siempre el maravilloso encanto de la novedad. Lo que las personas anhelamos, sobre todo, es el que nos quieran —el sentirnos queridos— y el querer nosotros. Eso es lo que nos hace felices.
Barcelona, 12 de marzo 2024
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* Jaime Nubiola es profesor emérito de Filosofía, Universidad de Navarra (jnubiola@unav.es).