Llegó septiembre aunque el verano se resistía a marcharse, se negaba caprichosamente a cederle el protagonismo que él representaba desde junio a un vago otoño, que aún andaba desperezándose. Mientras tanto, recibí mi último primer día de la carrera, ay, entre la nostalgia por el tiempo transcurrido, el agradecimiento por (re)comenzar y todo lo acogido (amistades y conocimientos) durante estos años, y la ilusión por terminar bien la faena, olé.
Como hombre de costumbres que soy, me senté en el mismo sitio que el año pasado y el anterior. La curiosidad por el temario se abría paso a través de la presentación protocolaria del profesor y ésta explotó cuando comenzamos con el tema que cerró el pasado curso: las consecuencias de la II Guerra Mundial (1939–1945). La rigurosidad profesional y la lejanía con la que se trató el asunto, me guiaron hasta la sentencia de San Maximiliano Kolbe (1894–1941): «la indiferencia es el mayor pecado del siglo XX». ¿Lo será también del presente?
Desde diversas tribunas se denuncia el ritmo frenético vital que acusa la sociedad actual, degenerando todo a su paso. Los resultados son amplísimos y nefastos, como la abundante gente herida que se agolpa alrededor de una falsa seguridad en sí mismos y da lugar a un orgullo vacuo. Estamos heridos, pero nos excusamos en todo momento. La indiferencia ha declinado en una pérdida de realidad, olvidándonos del pecado original y, por tanto, de la acción del mal (el pecado) sobre el mundo y nosotros.
La indiferencia del pasado siglo por el mal que nos rodea es propio de una concepción individualista del ser, mal creyendo que nuestros actos no tienen repercusión en los demás. Cuántas veces habremos escuchado (y utilizado a nuestro favor) aquello de si no le hago mal nadie, qué tiene de malo. Rousseau (1712–1778) con el mito de El buen salvaje ha expandido la idea de que el hombre, en su estado natural, es bueno y que sus vicios son consecuencia de la sociedad que lo pervierte. Así, el hombre ejerciendo su libertad puede liberarse de las ataduras sociales y llegar a ser bueno siguiendo sus instintos, esto es, centrándose en sí mismo.
Es cierto que, al estar creados a imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 27), compartimos la sustancia divina (el amor) y que, por tanto, podemos participar de las intuiciones y afectos propios de Dios. No obstante, y aunque el sacramento del Bautismo haya borrado el pecado original, la concupiscencia permanece, desordenando nuestros afanes y mezclándonos con los terrenos. Por ello no hay que extrañarse del todo de que caigamos y hagamos el mal ya que es propio de este mundo. En cambio, la participación en el amor misericordioso de Dios nos invita a comprender nuestra realidad (que somos miserables) y a sabernos requeridos de la acción de la gracia.
Conocemos el mal, sabemos que existe y en varias ocasiones lo ejercemos, pero ignoramos, antes, y negamos, ahora, que necesitemos ser salvados. Y si no necesitamos (¿lo queremos en realidad?) ser salvados, qué sitio ocupa la Cruz en nuestra vida. Será un incordio, un obstáculo que haya que salvar, frente al que luchar y, si no se puede vencer, huir será la solución.
El hijo pródigo decidió volver a casa de su padre cuando tomó conciencia del mal que había causado y, al verse miserable por sus actos, se reconoció como tal y contempló que necesitaba el perdón paternal. Dicho perdón fue capaz de retornar la condición filial al joven que había marchado con su parte de la herencia, perdiendo la mencionada condición por obrar mal, es decir, por obrar contrariamente al amor de su padre.
Pudo recuperarla porque la filiación divina se sustenta en el amor (la sustancia divina), en la ley nueva anunciada por Jesucristo y para participar de ella, tan sólo debemos andar en verdad como el hijo pródigo y reconocer lo que somos. Si por el pecado nos hacemos siervos, por el perdón (el amor) nos hacemos hijos; restaurándose así la labor creadora de Dios: la filiación divina.