El clamor de la vida apenas deja oír su rumor sobre la tierra, como esos arroyuelos que, en silencio y casi en oculto, fecundan los campos.
Los clamores de muerte, las noticias de asesinatos, de violencias, de exterminios masivos de seres humanos, parecen sepultar los clamores de vida que surgen por doquier, y sin cesar, en este mundo nuestro que, por muy viejo y decrépito que se pueda presentar, no estará nunca del todo cansado de vivir.
La primera historia es sencilla, y quizá algo cruel en el drama que encierra. Llevaban más de veinticinco años aguardando, día a día, un hijo. Algunos embarazos no siguieron adelante apenas iniciados; sin siquiera dar lugar ni tiempo a que la esperanza de un buen fin echase raíces hondas. En esta ocasión –una verdadera sorpresa- la realidad se presentaba de forma más llana y luminosa. La criatura pasó con alguna dificultad el término del primer mes, y en vista de que su asentamiento daba toda la impresión de ser particularmente frágil, los médicos recomendaron reposo absoluto.
La madre llevó con una sonrisa, el cansancio, los inconvenientes y los nerviosismos de cuatro meses seguidos en cama, vividos día a día, noche a noche. «El hijo, tu corazón/ madre que se ha engrandecido. / Dentro de la habitación/ todo lo que ha florecido.» (Miguel Hernández)
Ya con cinco meses, el niño dio síntomas de encontrarse más a gusto y, sobre todo, firmemente establecido. La ilusión de poder concluir los meses del embarazo sin más percances, se abrió en el corazón de todos. ¿Viviría la criatura la alegría de sus padres en su ya próxima celebración de las bodas de plata?
Unos dolores imprevistos, ya avanzado el sexto mes, dieron al traste con la criatura y las ilusiones. La ida al hospital fue una carrera contra el tiempo y toda clase de obstáculos. Al fin se consiguió organizar un buen equipo médico dispuesto a salvar al niño. Su edad, seis meses, permitía suponer que ya estaba preparado para sobrevivir, con la ayuda de los medios que hoy proporciona la medicina. No fue así. Su corazón era demasiado débil para latir al ritmo requerido, y apenas se mantuvo en activo el tiempo suficiente para recibir el agua del bautismo, y un nombre, que constará ya toda la eternidad en el cielo. Previendo un desenlace de este tipo, el padre le había encargado a un enfermero amigo suyo, que lo bautizara sin perder un minuto.
Cuando la madre me narró las vicisitudes de este parto imprevisto, recordó lo guapo que era el recién nacido y recién muerto hijo suyo, y no pudo contener la emoción de no poder dar su calor a la criatura a quien dio vida.
Regresé a casa despacio, rezando. Sonaban en mis oídos las palabras de la Escritura: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?»; y con esa música de fondo, en un cruce de calles, un nuevo clamor de vida se presentó en mi caminar: una mujer minusválida físicamente llevaba de la mano un hijo, entre dos y tres años. La criatura no reflejaba ninguna de las carencias de su madre, ni del padre, también afectado de una cierta malformación muscular. La alegría por el primer hijo se prolongaba en la sonrisa de la madre, ya embarazada del segundo. Los versos de Miguel Hernández cantan también ahora su gozo: «El hijo te hace un jardín, / y tú has hecho al hijo, esposa, / la habitación del jazmín, / el palomar de la rosa».
¿Por qué, me pregunté, algunos pretenden privar a personas semejantes del gozo de la maternidad, de la paternidad? ¿No estarán tratando -fue mi sospecha- de abrir la puerta a un nuevo racismo, más sádico y ladino que los que hasta ahora ha padecido la humanidad?
Al llegar a casa me esperaba otra historia brevísima, llena de vida; quizá mejor, de muerte trasformada en vida. Era la carta de una familia amiga que me informaba de un nacimiento ansiado y esperado. La madre había vivido ya tres embarazos. El primero había dado el fruto de una niña encantadora, sana y robusta. Los dos siguientes no llegaron a buen fin. El cuarto, el actual, acababa de cumplir sus días, y la criatura se presentaba al mundo afecta del síndrome de Down.
La primera reacción de la familia, padre y abuelos, fue de pena, desencanto, desilusión y queja apenas ahogada hacia Dios. ¿Por qué, Señor?, se preguntaba el padre, cristiano de fe arraigada. La hermosura del niño, no conseguía ocultar su mal; lo convertía incluso en una carga menos llevadera.
Nadie encontraba las palabras adecuadas para comunicar la noticia a la madre, que ya preguntaba cuándo podría tener en sus brazos al último fruto de su vida. La verdad estaba ahí, bien patente, y no cabía ocultarla.
Al fin, su madre y su marido le dieron la noticia, tratando de consolarla, de hacer menos amargo un momento llamado a estar lleno de felicidad.
La madre, sin ocultar una lágrima y sin dudarlo un instante, pidió que le mostraran enseguida a su hijo. Apenas lo vio, lo acarició, lo acunó, lo besó, lo acercó a su pecho. La tristeza del pesar, no consiguió ahogar la alegría de este nuevo fruto del misterio inefable del vivir. Y comentó, ya con una serenidad y una paz que sorprendieron a todos: «Es tan hijo de Dios como nosotros. Y es carne de nuestra carne. Así lo ama Dios, así lo hemos de amar nosotros».
Cerré la carta, y me convencí una vez más de la perenne victoria de la vida sobre la muerte. Y pensé también en los protagonistas de estos cantos del vivir, hombres y mujeres que han conseguido convertir la vida y la muerte en el primer clamor de vida eterna.
Publicado por Ernesto Juliá en Religión Confidencial