En La teología de Chesterton y Tolkien, Alison Milbank sostiene que «la ficción, bajo la forma de la recreación fantástica del mundo, puede permitirnos acceder a lo real al liberar el mundo de los objetos de nuestro apropiación de ellos»; sentencia que se ajusta más a Tolkien que a Chesterton.
Sin embargo, éste señalaba que la fe católica era verdaderamente un cuento de hadas, con todas las connotaciones positivas que esto conlleva. De hecho, el pensamiento de Chesterton se asienta sobre el extrañamiento, modo de hacer que consiste en presentar una realidad conocida y viciada por la costumbre o el tedio de la rutina y devolverlo a los hombres con su aspecto original y, por tanto, renovado.
Sucede a menudo y en clara equivocación el considerar como paralelos el mundo en el que vivimos y la realidad espiritual que anhelamos, como esferas que pueden llegar a ser muy cercanas pero que no logran unirse jamás. Los dos escritores ingleses comprendieron que nuestra realidad y la espiritual son una sola, inseparables y continuamente afectadas la una de la otra.
Con mayor claridad nos lo muestra en su oración Jesús de Nazaret, en quien «la oración es plenamente revelada y realizada». La oración no es otra cosa que el reconocimiento implícito de la existencia de una inteligencia superior y que es, a fin de cuentas y en palabras de Dante, el «amor que mueve el sol y las demás estrellas». Es el cuento de hadas al que se refería Chesterton, aquel en el que estamos ineluctablemente inmersos y del que se espera de nosotros nobles y valientes empresas que reposan su ánimo en la esperanza.
En el oratorio del colegio, en semejanza al fresco, se alza una representación de la Anunciación de María tras el Sagrario —en claro recordatorio de que Ella es el Sagrario primigenio—. Un rayo de luz proveniente de las alturas cae suavemente, como un velo, sobre María. Llegados a este punto, es necesario mencionar el hecho de que sólo existe una única línea, una única vía —como el que nos traza el Rosario—, para lograr contemplar lo que está a punto de suceder. La parte superior de la pintura queda cortada por el marco, provocando así que no sepamos cuál es el lugar de procedencia de la luz que alumbra a la Virgen —aunque sepamos cuál es su origen—. Mas situándonos en el lugar adecuado del oratorio, la visión hace coincidir dicha luz «artística» con el foco, la luz «artificial» del oratorio, como si este último fuera su punto de partida.
La representación artística, que en este claro ejemplo podemos llamar espiritual, nos recuerda que el acto de creación es don y reflejo de Dios. Nos evoca asimismo a la concepción, tanto de María como del recuerdo de que la realidad humana y la realidad religiosa no discurren paralelas a lo largo de la vida, sino que fluyen conjuntamente desde un mismo origen y hasta un mismo fin en perfecta sintonía. Esta es la seguridad que debemos tener, la confianza que debemos mostrar cuando decimos —y entendemos como debe ser entendido— que el Dios al que no veo y el Dios al que no siento es el único Dios en el que creo. Basta el silencio y la contemplación para que los ojos se abran y el corazón empiece a amar.
Toni Gallemí