La celebración de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Patrona de España, está directamente vinculada con su maternidad divina. Esta festividad hace referencia a la Virgen, pues en el momento de ser concebida por sus padres, Joaquín y Ana, fue preservada, por especial privilegio divino, de la transmisión universal del pecado original, en atención a la misión especial a Ella encomendada.
Esta prerrogativa hay que distinguirla de la Natividad, que celebra el 8 de septiembre su nacimiento, es decir, nueve meses después de ser concebida por sus padres. También hay que diferenciarla con la Anunciación, el 25 de marzo, que la Virgen María responde al arcángel Gabriel “hágase” y acepta ser la Madre de Dios, por obra y gracia del Espíritu Santo. Pasados nueve meses, el 25 de diciembre, nace el Niño Dios en el Portal de Belén.
Otra cualidad distinta es la Virginidad de María, antes, durante y después del parto, pues en elocuente expresión de san Agustín: “Cristo pasó al nacer como la luz por el cristal”. En esta secuencia mariológica es engendrada por sus padres y preservada en su concepción del pecado, por singular intervención divina; nace y acepta la llamada para su misión, que consistirá en ser la Madre de Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre.
El alcance y magnitud de estas cualidades divinas, hacen de la Virgen María corredentora en la historia de la salvación, y explica un aspecto importante de la teología, como es la gracia. Dios Padre envía a su Hijo para redimirnos, que se encarna en las entrañas purísimas de la Virgen María. Si Jesucristo es igual en todo a los hombres, menos en el pecado, parece razonable que sea acogido en el seno de su Madre la Virgen María, que está preservada del pecado: Purísima, Limpísima, Llena de Gracia, Sin Pecado.
Puede sorprender que, tratándose de un aspecto tan clamoroso en el sentir del pueblo cristiano desde la primitiva cristiandad, hasta el 8 de diciembre de 1854 no se haya proclamado por el papa Pio IX este dogma de fe. Esto muestra la prudencia de la Iglesia en sus formulaciones y definiciones dogmáticas y, por otra parte, la contribución e impulso teológico de Juan Duns Escoto sobre la “redención preservadora” en la Virgen.
Resulta curioso, para eliminar posibles dudas, que cuatro años después en 1858 la Virgen María se aparece en el pueblo francés de Lourdes a Bernadette de Soubirous y se identifica como: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. En España sentimos el orgullo santo de tener como patrona a la Inmaculada Concepción: ¡ruega por nosotros! Esto hizo que san Juan Pablo II calificara a “España, tierra de María Santísima”; de forma especial por la Inmaculada.
Así, podemos remontarnos en el siglo VII a los visigodos, con el rey Wamba, que se erigió en el “Defensor de la Purísima”, o a san Ildefonso que mandó que se guardase esta fiesta en toda España. En el siglo XIV, tanto los condes de Barcelona como la Corona de Aragón, en plena controversia teológica sobre la Inmaculada, se encomendaron bajo su protección.
Fernando el Católico, antes de reconquistar Granada, mandó erigir un altar de campaña con la Purísima e hizo promesa de consagrarle un templo: el actual monasterio de San Jerónimo, la primera iglesia de España en honor a la Inmaculada. La intervención especial de la Inmaculada en Flandes a favor de los Tercios españoles en 1585, en la batalla de Empel, contribuyó a que posteriormente le nombraran patrona del arma de Infantería.
Todos los monarcas españoles pertenecieron a la Cofradía Real de la Inmaculada Concepción: Carlos I, Felipe II o Carlos III. El papa Clemente XIII la declaró oficialmente en 1664 patrona de España. La Inmaculada, como dice el historiador Aznar, “es la gran creación del arte español” de pintores como Velázquez, Zurbarán, Pacheco, Ribera, Murillo, El Greco, Alonso Cano, Antonio Pereda, Claudio Coello o Goya.
La figura de la Inmaculada Concepción cobra más actualidad que nunca en una sociedad hedonista, esclavizada por una sexualidad desordenada. Ella que aplastó la cabeza de la serpiente, nos ayuda a combatir las reliquias del pecado de Adán y Eva.
Pese a la redención de su Hijo en la Cruz, seguimos padeciendo el aguijón de la carne, que combatimos con la gracia y la lucha espiritual.
Le piropeamos: ¡Ave María Purísima! Sin pecado concebida.