El cristiano que, de veras, desea vivir santamente, siguiendo los Mandamientos de la Ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia, lo hace con la esperanza de “habitar en la Casa del Padre por años sin término”, esto es, de acabar sus días en gracia de Dios y ser conducido al cielo.
Esa vivencia de la fe católica no puede verse reducida al ámbito personal o a la intimidad, o a los deseos personales de cada uno, dependientes del ánimo, las emociones y los sentimientos. Todo esto puede ayudar, pero no es ni definitivo ni determinante. Dios tiene un plan para cada alma y corresponde a su Misericordia y a la voluntad, responder a su llamada. De ahí el consabido “a Dios rogando y con el mazo dando”, que ha dejado la sabiduría popular, alejada de la soberbia y la displicencia de los supuestamente letrados que, por justificar sus carencias y su soberbia, llevan a las almas por el camino de la perdición.
¿Qué se puede hacer entonces? ¿Cuál debe ser el camino? ¿Cómo se puede saber a ciencia cierta lo que Dios quiere para cada uno? Para todos, la forma inequívoca de conocer los designios reales de Dios para con nosotros es tras la muerte, pero quizás sea demasiado tarde para los que sufran la condenación eterna. Dios es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo, no hay contradicción posible en Él.
Jacques Philippe, en su libro “En la escuela del Espíritu Santo”, a través de una breve exposición, facilita algunas claves, advirtiendo que no es algo matemático: no se trata de una dieta milagrosa o de los pasos necesarios para instalar con éxito un programa informático en el ordenador. Dios quiere nuestra participación, pero indudablemente, necesitamos de la suya, cumpliendo su voluntad. Philippe nos dice que “la santidad no consiste en el cumplimiento de un programa de vida que nos fijamos”.
Las razones a las que alude son diversas:
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La tarea es superior a nuestras fuerzas
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“Sin Mí, no podéis hacer nada” (Jn 15,15)
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“El querer está en mí, pero no el hacer lo bueno” (Rom 7,18)
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Solo Dios conoce el camino de cada uno
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La fidelidad a la gracia atrae otras gracias
Explicaba una divertida anécdota un párroco, de un feligrés que sentía que Dios le pedía una pequeña renuncia a algo a lo que estaba tremendamente apegado. El feligrés, trataba de sustituirlo por penitencias y sacrificios para evitar desprenderse de sus tesoros. Pensaba que la mejor forma era realizar una peregrinación hasta una ermita lejana, en completo ayuno y añadiendo la mortificación de ponerse garbanzos en su calzado, para mayor sufrimiento.
Pero, de noche madruga mucho el arriero, y al llegar la mañana, vio que incluso su alternativa, era demasiado pretenciosa, por lo que decidió cocer los garbanzos para poderlos chafar y que no le molestasen al caminar. Se ufanaba de esta treta, pero una sorpresa le aguardaba a medio camino: antes de llegar a la ermita, tres toros bravos que habían roto el cercado, trotaban furiosamente hacia él, obligándole a correr alocadamente como si de un encierro se tratase. Llegando a la ermita, hubo de encaramarse hasta lo más alto de la cruz que había en la puerta: allí, abrazado al crucificado, y protegiéndose de las embestidas de los toros, le prometió y ofreció al Señor la renuncia a la que tan apegado estaba.
También Naamán el sirio, enfermo de lepra, se mostraba disconforme con lo que Eliseo le pedía para su curación: debía bañarse siete veces en el Jordán, para librarse de su enfermedad. “Yo me había imaginado que saldría él personalmente, se pondría de pie e invocaría el nombre del Señor, su Dios; luego pasaría su mano sobre la parte afectada y curaría al enfermo de la piel. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Parpar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio?”.
Muchas veces, los planes de Dios no coinciden con los personales, pero el trabajo como hijos suyos es escuchar su llamada, preparar el corazón para aquello que Dios está pidiendo y que, para más inri, ha dado Él mismo. Muchas veces también, la respuesta de Dios no coincide con lo que se espera, amparados en la inmediatez, en el capricho o simplemente, en aquello que, con ojos humanos, se cree necesitar.
Jacques Phillipe recoge y explica en diez puntos aquello que puede favorecer la irrupción de las inspiraciones del Espíritu Santo:
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Practicar la alabanza y la gratitud
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Desearlas y pedirlas
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Estar decididos a no negar a Dios cosa alguna
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Vivir una obediencia filial y confiada
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Vivir el abandono
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Vivir el desprendimiento
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Vivir el silencio y la paz
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Perseverar fielmente en la oración
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Examinar los movimientos de nuestro corazón
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Abrir el corazón a un director espiritual
Casi ná, que diría alguno. Tal vez, la tentación más habitual del demonio sea la del agobio o la impotencia: si se mira todo lo que se debe cambiar y mejorar, o si se desea entrar por el camino de la gracia y la intimidad con Dios, se presenta una tarea inmensa, en la que no se ven árboles si no un bosque entero, imposible de abarcar con las solas fuerzas de cada alma.
Para esto existe el truco del almendruco, que no es más que segmentar o fraccionar estos objetivos y puntos, algo muy de moda en las hipotecas y en los planes de marketing, aunque los intereses que Dios cobra los devuelve al ciento por uno.
Tomás de Kempis, en el capitulo XI de la Imitación de Cristo, da dos pinceladas certeras:
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“Si estuviésemos perfectamente muertos a nosotros mismos, y libres en lo interior, entonces podríamos gustar las cosas divinas y experimentar algo de la contemplación celestial”.
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“Si cada año desarraigásemos un vicio, presto seríamos perfectos; mas al contrario experimentamos muchas veces, que fuimos mejores y más puros en el principio de nuestra conversión que después de muchos años de profesos”.
Queda clara la misión en esta vida: tan obvio resulta, que tanta clarividencia hace tambalear y zozobrar constantemente. El hombre viejo domina y arrastra al que pretender ser nuevo; pero Dios, que no se deja ganar en generosidad, sostiene el timón constantemente y espera paciente que el alma, le abra la puerta.
Con la cercanía del Adviento, es un buen momento para empezar el plan de pensiones celestial, con humildad y realismo, poco a poco, confiados en la misericordia divina. Al final, la vida se resume en morir a uno mismo, para vivir en Cristo.
Francisco Javier Domínguez