Las hermanas Clarisas Capuchinas nos envían una carta ilustrándonos con sus reflexiones sobre el encuentro con Cristo en los Sacramentos. Nuestro mundo y cada uno de nosotros somos perpetuos buscadores de Dios, muchas veces sin saberlo.
“Todos sabemos que tenemos dos vidas: la vida humana y la divina. Ese niño que nace es pura gratuidad, depende de la buena voluntad de los demás. Sus padres lo cuidarán con el cariño propio de unos padres que se casaron por amor y con la ilusión de colaborar con Dios en la creación de otros seres. Los papas le dan el ser físico y Dios le infunde el alma o vida espiritual. Al ser bautizado, Dios lo hace su hijo y empieza a vivir esa vida divina que llamamos Gracia.
Pasan los años y ese niño va madurando y entra a formar parte en la sociedad. Los papas sienten la necesidad de que ese niño crezca también en su espíritu y, para ello recibe el sacramento de la Confirmación, que es el sacramento de la madurez cristiana.
Sin alimento el niño no puede vivir, por eso sus padres tratan de alimentarlo. Los padres piensan que también su espíritu tiene que tomar alimento más fuerte que cuando era pequeño. Y llega el gran día de la Primera Comunión. ¿Qué es la Comunión? Es Jesucristo resucitado que se hace alimento para darnos su mismo ser divino y humano.
Pasa el tiempo y ese niño, ese joven y ese hombre quieren celebrar su matrimonio católico. Ellos se sienten llamados a vivir de la gratuidad del amor mutuo. Los lazos que los unen son frágiles porque dependen de la libertad. Se hace una experiencia que escapa al hombre y a la mujer, la de la garantía de la fidelidad.
Ellos invocan una fuerza superior que es Dios. Por el matrimonio, Dios se hace presente entre los esposos. En los momentos difíciles, invocarán a Dios y Él los ayudará a poder dialogar y juntos encontrar la verdad y estrenar de nuevo su amor cristiano.
La enfermedad puede, en cualquier momento, amenazar la vida humana. El hombre percibe su limitación, experimenta su dependencia. El sacramento de la Unción de enfermos expresa el poder salvífico de Dios. Este sacramento puede devolver la salud perdida, pero sobre todo nos fortalece para superar las fuerzas del mal que, en esos momentos, luchan para apartarnos de Dios.
En todo ser humano laten dos fuerzas: la ruptura culpable con los otros y la ruptura con Dios. El ser humano se siente dividido y perdido. Anhela la redención y reconciliación con todo. Dios le ofrece, a través de su Iglesia, el sacramento de la Reconciliación (penitencia). Es ahí donde el hombre experimenta el perdón de Dios y el encuentro del hijo pródigo y el padre bondadoso, que vive esperando el regreso de su hijo que se va tras dioses falsos y pasajeros que, lejos de llenar ese vacío de infinito que todos llevamos dentro, tratan de ahogarlo como experimentó San Agustín de Hipona: “Señor, nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que te posea”.
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