El compositor húngaro Gustav Mahler dijo que la música expresa aquello que las palabras no pueden expresar. Si estamos de acuerdo con esta reflexión, y yo lo estoy, ¿cómo podríamos profundizar más y dar una explicación a la música sacra? San agustín ya distinguió entre “música eclesiástica” a la que se refería como música culta para emplear ocasionalmente en la iglesia y, “canto eclesiástico” el cual debía ser el apto para la liturgia.
Podríamos decir que la música sacra está inspirada en la oración y la alabanza a Dios. Nos introduce en nuestra naturaleza espiritual trascendiendo más allá de la mente. Debido a esto afecta inevitablemente en el comportamiento humano y en la percepción que tendremos de la vida. Y dado que esta categoría de música se relaciona con lo divino, podemos decir que constituye un vínculo entre Dios y el hombre.
No sé si los grandes compositores de música eclesiástica pensaron algo así cuando la estaban componiendo, pero indudablemente algo superior, diferente, los tuvo que llevar a realizar en un momento tan determinado de sus vidas las composiciones que vamos a tratar a continuación. He escogido a tres autores con tres obras en concreto, la panoplia que existe a lo largo de la historia musical es inmensa, pero lo que me gustaría es que estos ejemplos sirvieran de arquetipo para que el lector siguiese indagando sobre la belleza que pretendo describir.
El primero de ellos será el compositor alemán Johan Sebastian Bach, el cual sacrificó una vida de opulencia en cualquier corte europea a cambio de poder escribir la música religiosa que el eligió. Se sabe que les decía a sus hijos que buscasen la pureza de la música en la respiración, en la paz y en la fuerza de Dios. “Para hacer buena música hay que ser honesto”, dijo.
Su composición religiosa más conocida seguramente es “La Pasión según San Mateo” en la que narra la muerte de Cristo en la cruz. Pero para hoy, me gustaría destacar su “Misa en si menor, MWV232”. Esta misa, de gran complejidad técnica y de calidad artística superior es totalmente fiel a los textos litúrgicos. Bach la compuso a lo largo de veinticinco años y con ella se aprecia su profundo sentimiento religioso y teológico. Destaca por su belleza el Kyrie, movimiento muy largo formado por una inmensa fuga de cinco voces, en la que los sentimientos de súplica y de angustia solamente se liberan con un acorde final.
El segundo compositor será Ludwid Van Beethoven que queda aquí representado por su “Misa Solemnis en re mayor, Opus 123”. El mismo Beethoven la declaró como “la obra más grande que he compuesto hasta ahora”, y la compuso a la vez que su célebre novena sinfonía. Es sin duda alguna un verdadero canto de fe a Dios y a la naturaleza del hombre, conjunción esencial en el pensamiento del músico alemán.
La música se expresa de forma realista, sin dulzura ni delicadeza, con fuerza e intensidad de tal manera que puede producir angustia y desasosiego. Beethoven la presentó como: “una música de corazón, para los corazones”. Destacamos el Credo donde los trombones resuenan para subrayar el poder de Dios. Llama la atención que la misma música del Credo in unum Deum se repite en el Credo in unum Dominum Iesum Christum. Al igual que en el Gloria se crea un mosaico de interludios, contrastes y motivos recurrentes que conforman la armonía.
El tercer compositor elegido para hoy será Sergej Rachmaninov y su magnífica obra “La Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, opus 31”. Este es el nombre con el que se realiza la Eucaristía según el Rito Bizantino. La Divina Liturgia de Rachmaninov pone música a una celebración oriental, pero con un estilo occidentalizado. La obra intenta hermanar ambos mundos, así lo vio Juan Pablo II: “los dos pulmones de Europa, y que desde hace tiempo han perdido su contacto fructífero”.
La composición es de inusitada belleza solo entendible dentro de un contexto litúrgico. Sobresalen dos momentos, el primero en el que la música canta durante ocho minutos: Gospodi, pomiluj (¡Señor, ten piedad de mí!), y en el que se van intensificando gradualmente las plegarias letánicas tanto en sonoridad como en cromatismo. El segundo momento reseñable aparece en la quinta antífona, cuando un Alleluia, Alleluia, Alleluia sin forzar la voz, en voz baja, se expresa como canto de alivio para dar gracias al Señor. Rachmaninov encarna con estos pequeños Aleluya, la profundidad del alma humana y cristiana.
Con estos tres ejemplos solo he pretendido despertar una inquietud para todo aquel que desconozca la música sacra, y en caso de que encuentre el camino para que su corazón se adentre en ella, pueda valorar la belleza que pueden representar estas creaciones, a la vez de experimentar el agrado y la placidez que se siente al escucharlas. Pido disculpas a Haendel, Haydn y Mozart, que con sus respectivos “El Mesías”, “La Creación” y “Requiem”, tendrían que haber aportado conocimiento y sentimiento a este artículo, quizá en otra ocasión.
José Carlos Sacristán