Una pregunta antigua. Tanto como la Iglesia misma. El Concilio Vaticano II ya notó, hace setenta años, que ahora vuelve a retomarse con fuerza a propósito del actual sínodo sobre sinodalidad. La síntesis final, aprobada por unanimidad el sábado 28 de octubre, después de la jornada por la Paz convocada por Francisco ante los actuales conflictos bélicos en marcha, insta a reflexionar un poco más sobre el tema. En realidad, la respuesta es tan diversa como cada cristiano y cada comunidad, por pequeña o grande que sea, en su contexto más próximo.
Recientemente se ha traducido al español “¿Por qué la Iglesia?”, de Hans Joas. Sociólogo alemán, experto en cuestiones religiosas, plantea desde un prisma puramente social las razones por las que la Iglesia hoy parece no encontrar un sitio claro y luminoso. Entre los debates que su lectura genera, sobre todo en los últimos capítulos, se revela que el lugar político o meramente moral solo ha servicio para que su anuncio quede confundido entre polarizaciones y exigencias que se han vuelto sobre los mismos cristianos. ¿Es una agencia moral? ¿Cuál es su ideal humano y su ideal de relaciones humanas?
En otro orden, mucho más teológico, el dominico Congar intuyó que había falsas y verdaderas reformas en la Iglesia. Como en tantas otras obras, por sus frutos se conocerán. Unos frutos que están directamente relacionados con la semilla que plantan en la fértil tierra que es el mundo, en la que puede florecer de todo. En la parábola del trigo y de la cizaña, de hecho, lo que no se cuestiona es la fertilidad de ese mundo que no filtra y permite que suceda cualquier cosa, tanto el bien como el mal, tanto la verdad como la mentira, tanto la esperanza como la desesperación. Todo es posible, por alejado de nuestra expectativa que esté. ¡También el milagro!
Las claves del sínodo han trabajado continuamente en una dirección: la comunión. Enfocada ya por Benedicto XVI como fraternidad y reiterada en múltiples ocasiones por Francisco con cercanía y sencillez. Una fraternidad que impulsa entre los seres humanos un vínculo revelado, distinto a la mera proximidad o cercanía o coexistencia en un espacio común. Una fraternidad que dice algo relevante, con la misma dignidad, en dos direcciones, en dos sentidos: hacia uno mismo, hacia quien escucha y acoge la Palabra; y hacia el otro, hacia quien está delante.
La fraternidad que teje comunidades pequeñas, que relaciona a personas que no se conocen en uno y otro hemisferio y no atiende a fronteras al modo como la política lo hace o a bondades y maldades como las éticas de nuestro mundo reconocen.
La fraternidad capaz de sembrar una palabra distinta en el ser humano, desbaratar la comprensión individual o cerrada, y abrirla a una esperanza distinta que no puede venir de nuestro mundo, sino ser sembrada desde lo alto.
A mi entender, el lugar de la Iglesia en la sociedad está bien contado en el Evangelio como la barca, como el grupo que camina sin descanso a Jerusalén, como la comunidad apostólica que reposa en la cena acogiendo el cuerpo y sangre del Maestro, después renovados por el Espíritu. Este lugar de la Iglesia brillará con luz nueva cuando la Palabra y el Sacramento actúen entregándola a una misión ya dicha: convertirse en anuncio de la Buena Noticia.
Si el Concilio Vaticano II, en sus documentos principales, invitó a los cristianos a vivir en un doble lenguaje, en el bilingüismo del “hacia dentro” y del “hacia afuera”, creo que el Sínodo actual enfatiza que esos dos idiomas no pueden distanciarse tanto que no enseñen la misma Palabra. El Magisterio, de hecho, está al servicio de la Palabra, para actualizarla, para unir la comunidad en la escucha, para aprender y enseñar al mundo dónde el Dios escondido se muestra y desea ser conocido.