Vivimos inquietos exigiendo que todas las ocupaciones que emprendemos tengan resultados inmediatos y perceptibles. Se aceleran nuestros pasos por la vida, y vamos matando nuestra capacidad de detenernos pacientemente ante la belleza y valor de los acontecimientos importantes. Las noticias, el entretenimiento y las redes sociales saturan nuestros días y tenemos ya poco deseo en invertir demasiado tiempo en una misma ocupación, pues sólo interesa tener nuevas sensaciones que sean breves e intensas, y que en lo posible no exijan de nosotros un compromiso demasiado grande. ¿Cómo podríamos, inmersos en este momento de la historia, comprender siquiera la vida de hombres y mujeres que entregan su existencia a contemplar los misterios de Dios, e interceder ante Él por el dolor del mundo, en un clima de permanente silencio, soledad y oración?
Antes de dar cualquier respuesta, debemos saber que la vida monástica cristiana no puede entenderse sin más como una invención de hombres y mujeres extraordinarios que deciden llevar una vida tranquila lejos del ruido y el dolor del mundo, valiéndose sólo de sus esfuerzos. Es hoy, como lo era ya en el siglo IV, la respuesta a una llamada del Espíritu Santo a seguir a Cristo en un camino de lucha y donación de sí mismo en el desierto por el bien de todos los hombres. No debemos nunca perder de vista lo sobrenatural de todo esto: el monje va a buscar a Dios en respuesta a una llamada que Él mismo le hace. A esto es a lo que llamamos “vocación”.
En cuanto es llamado, el monje se adentra en la clausura del monasterio, con la consciencia de que aunque lo que vea sean muros de roca es al corazón de Cristo al que entra: ese lugar de encuentro espiritual con todos los hombres y mujeres que en la vida buscan sentido y respuesta a sus más inquietantes preguntas, así como consuelo a sus más hondos dolores.
Los monjes y monjas viven pues en una permanente ofrenda de sí mismos, alimentando con sus oraciones al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. A los ojos de nuestra mentalidad instrumental, tan limitada a los resultados visibles, podemos juzgar la vida monástica como un absurdo modo de desperdiciar la existencia. Si la contemplamos en cambio bajo la luz de la fe, es ella un vivo testimonio del misterio de Dios entre los hombres, pues descubrimos que los monjes, consagrados a contemplar a Dios e interceder ante Él por el mundo entero, son piedras vivas que sostienen y animan misteriosamente las obras visibles que la Iglesia realiza en medio del mundo. Así, si la Iglesia es un cuerpo, diremos que mientras algunos de sus miembros están llamados a caminar y predicar o enseñar, otros bombean la sangre ocultamente desde la clausura y contribuyen así a que el cuerpo no desfallezca.
Mario Felipe Vivas Name