No hay experiencia más agradable que viajar en avión. Con un simple vistazo, eres capaz de observar desde arriba las maravillas del mundo que descansa bajo las nubes. Con una mirada al pasajero de tu izquierda o derecha, puedes darte cuenta de la diversidad de gente que puebla la Tierra. Poniendo el oído un instante, entiendes lo difícil que tuvo que ser comunicarse en la Torre de Babel. Toda esta suma de ingredientes habría experimentado si no me hubiera tocado la azafata con la que tuve la mala fortuna de coincidir durante mi último viaje.
Algo similar nos ocurre con algunos sacerdotes. Tras salir de Misa, habiendo asistido a un evento increíble, recordamos más el rollo que ha soltado el párroco en la homilía o lo mal que se le ha entendido al sacerdote octogenario. Todo son pegas. Y es que somos verdaderos especialistas en quejarnos. Pero quejarse es el pasatiempo de aquellos que son incapaces de ofrecer una alternativa. Y es que, ¿Alguna vez se ha planteado, en lugar de protestar, hacer algo más? ¿Quizás buscar una solución o al menos intentarlo?
La respuesta al cómo la tenemos a la vuelta de la esquina. Los cristianos tenemos el inmenso don de contar con el regalo divino de la oración. Rezar es hablar con Dios, y esa conversación sincera siempre puede, y de hecho lo hace, mover corazones de todo tipo: de aburridos, de viejos, de chapas y hasta incluso de jóvenes repletos de ilusión que quieren seguir a Cristo.
La Misa es el más esplendido e inolvidable recuerdo y realidad que el hombre tiene de lo que fue la aventura en mayúsculas del Amor. Por eso, no podemos permitir que cada vez que nos acerquemos a Cristo en la Eucaristía tengamos un recuerdo pesado o aburrido. Cada Domingo es una oportunidad única para cambiar nuestra vida. Así, con la oración de una mano y la ilusión y optimismo de otra, no hay barrera que pueda detenernos en el más maravilloso de los viajes: acompañar al Señor hasta el Calvario.