La alegría aparece con la posesión de bienes, cuánto mayor y más noble es el bien mayor es la alegría, por eso el cristiano no puede sino estar alegre porque que bien hay mayor que el amor de Dios. El cristiano que ama a Dios y se sabe amado por él está alegre, no hay otra.
Por eso, el pecado produce tanta tristeza y sobre todo el pecado mortal, porque hemos decidido no amar a Dios, hemos perdido ese bien tan preciado que es Dios, y por eso también la confesión es el sacramento de la alegría porque en ella nos hacen el mayor regalo posible.
Sin embargo, aunque somos conscientes de ese amor tan grande hacia nosotros, a veces perdemos la alegría por cosas pequeñas, por cosas incluso un poco tontas. A veces nos hace enfadar o nos entristece que nuestro equipo no haya ganado un partido, que no haya para cenar lo que nos gusta, que las cosas no acaben de salir como queríamos… Pero en el fondo todo esto proviene de estar demasiado apegados a las cosas de este mundo olvidando lo que de verdad vale la pena. Es una forma de examinarse el preguntarse ¿qué es lo que me hace perder la alegría?, ¿cuál es la fuente de mi alegría?
Porque además la alegría es sumamente apostólica, un cristiano que no esté alegre no será capaz de mover a nadie, las caras largas no convencen, porque lo que transmiten es que ser cristiano no vale la pena, que es una vida dura y triste, llena de prohibiciones. En cambio una cristiano alegre hace que las personas a su alrededor quieran conocer que es lo que le da esa alegría, todo el mundo quiere estar alegre y por eso basta con ver a una persona que lo ha conseguido para que uno se vea urgido a buscar la fuente de su felicidad.
Termino con unas palabras de San Pablo, el gran apóstol: “Alegraos siempre en el Señor, de nuevo os digo, alegraos” (Flp 4, 4).
Lluis Vidal