Recuerdo muy bien cuando me llamaron el día 1 de noviembre del 2012, contándome el grave suceso que tuvo lugar en la madrugada de ese mismo día, en el estadio Madrid Arena, y cómo mi hermana pequeña -que se llamaba Belén- fue una de las cinco chicas que se encontraban en estado crítico en el Hospital. A pesar de los esfuerzos del personal sanitario que se habían prolongado durante muchas horas, ni mi hermana, ni el resto de las chicas, sobrevivió.
Fueron días de mucha angustia y dolor para todos, especialmente para la familia y las personas más cercanas a nuestro entorno. Y tanto en aquel entonces como ahora, resuenan en nuestro interior esas mismas preguntas universales, que siempre han acompañado la historia del hombre, sobre todo cuando el dolor ha aparecido con fuerza en su vida: “¿Por qué ocurrió aquello? ¿No pudo suceder de otra manera? Si Dios es nuestro Padre ¿Por qué lo permitió?” Muchas veces estas preguntas van en la misma dirección que el lamento del justo Job: “¿Por qué los buenos sufren en esta vida y los malos quedan impunes?”. Todo este clamor convergía en una sola cuestión ¿Qué sentido tiene este dolor y sufrimiento?
Han pasado varios años desde aquel dramático acontecimiento y no pasa un día en que Dios deje de mostrarme la respuesta a estas preguntas: todo adquiere sentido a la luz de la fe, es decir, mirando la Cruz de Cristo. La cuestión del dolor y su sentido siempre ha sido un enigma; un claroscuro que muchas veces tiene puntos de difícil comprensión. Pero el Hijo de Dios es el primero que ha cargado sobre sí todo el sufrimiento de la humanidad. Lo ha hecho muriendo en la Cruz y porque Él sufrió, ya no estamos solos ante el dolor. Benedicto XVI dijo en una ocasión: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.»
Dios no es un ser lejano que sea indiferente al padecer humano, porque desde aquel Sacrificio supremo, todo dolor tiene un valor redentor si se vive con fe. De este modo –con paciencia y con mirada sobrenatural- se descubre cómo el dolor que se asume de esta manera, esconde una particular fuerza que nos acerca a Él y que nos hace escuchar su voz con una nueva nitidez. Razón tenía C.S. Lewis cuando hablaba del dolor como “el megáfono que Dios utiliza para hablarnos y despertar al mundo adormecido.”
¿Estamos entonces condenados a sufrir para siempre? No. San Juan Pablo II respondió a esta misma pregunta señalando que el sentido redentor del dolor siempre termina en victoria, del mismo modo que el sacrificio de Jesús en la Cruz culminó en su resurrección.
A pesar de la tristeza de “perder” a un ser querido, uno descubre que de todo ese dolor, de todo ese sufrimiento, de todo ese mal, Dios saca bienes mayores. ¿Y qué bienes pueden ser? Puedo poner muchos ejemplos: creo que el primero, es el de tener a nuestra hermana en el cielo después de recibir los santos sacramentos. La muerte de Belén causó en nosotros una gran tristeza, pero en medio de esa dolencia profunda, también sentíamos alivio; ella ya había llegado a esa misma meta que todos estamos llamados a alcanzar. Realmente, es envidiable saber que está viendo a Dios cara a cara, intercediendo por los que todavía peregrinamos en este mundo.
También recuerdo muy bien cómo en aquellos días, hubo mucha gente –de muchas partes del mundo- que rezó con nosotros; muchas personas que conocieron lo que ocurrió por los medios de comunicación, y eso les sirvió para acercarse más a Dios y ver la realidad de la vida con mayor profundidad. Fueron muchas las personas que, al conocer nuestro caso, recibieron renovados ánimos para afrontar los baches de la vida. En aquellos días hubo auténticas conversiones… y estoy seguro que el bien que vimos que Dios hizo, era en realidad un trocito de algo mucho más grande.
Sí: Dios es un padre que quiere lo mejor para nosotros y porque respeta la libertad de los hombres, permite el mal que nace cuando la criatura se aleja deliberadamente de su Creador. Aunque suceda esto todos los días, Él -que no nos abandona nunca- es capaz de hacer prevalecer el bien sobre el mal, porque el Bien supremo es la Trinidad Santísima. Jesús nos ha enseñado que nada hemos de temer porque él ha alcanzado la victoria sobre el mal y sobre la muerte y el camino que recorrió, también estamos llamados a recorrerlo nosotros. Muy iluminadoras son las palabras de san Pablo: « (…) somos hijos de Dios y si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser con Él glorificados».
Borja Langdon, hermano de Belén.
Alcalá de Henares a 27 de Octubre de 2015.
Compartimos también con vosotros este post de hace tres años y algunos enlaces muy buenos y de interés sobre aquellos días: Belén Langdon.