Uno de las responsabilidades que tiene nuestra familia es educar nuestro corazón.
La familia es el núcleo donde crecemos, donde estamos protegidos y donde aprendemos poco a poco, año tras año a ser mayores, a madurar. Los padres son el referente más inmediato, a quien primero imitas y en quien primero te fijas.
Si los padres se aman, educarán a su hijo en el amor y para amar, y de esta manera el hijo, ya formando parte de la sociedad, podrá llegar a amarla y a servirla con amor, pues lo ha aprendido “de casa”.
Es importante tratar de fomentar en los hijos un corazón grande, capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres, capaz de «sentir las preocupaciones de los que nos rodean, capaz de saber perdonar…etc. Pues hacen falta corazones enamorados de las cosas que valen realmente la pena; enamorados, sobre todo, de Dios. Así como enseñarles a conocer a Dios por medio del catecismo, los evangelios, los sacramentos…etc. Pero todo esto es muy difícil que los hijos lo asimilen si no lo ven reflejado en sus padres.
Debemos enseñar a los hijos desde pequeños a tratar a Jesús y a su Madre con el mismo corazón y manifestaciones de cariño con que quieren a sus padres. De esta manera, se favorecerá, que descubran la verdadera grandeza de sus afectos y que el Señor se introduzca en sus almas pues un corazón que guarda su integridad para Dios, se posee entero y es capaz de donarse totalmente.
Desde esta perspectiva, el corazón se convierte en el centro de la persona, del hijo, del padre, y en definitiva de la familia.
En definitiva, y como he afirmado anteriormente, se necesitan corazones enamorados de Cristo, encendidos por la fé, las familias lo necesitan y como consecuencia, la sociedad lo necesita. Por tanto, hagamos que realmente nuestras familias seas cunas de fé.