Hace poco más de un año de la JMJ de Río de Janeiro, tan cercana, aunque al mismo tiempo lejana, porque ya estamos pensando en la del 2016 en Cracovia, Polonia. Pero no nos precipitemos, porque el Santo Padre y miles de jóvenes de todo el mundo aún tienen que contarnos grandes historias, porque “fueron unos días de descubrir nuevas ventanas, nuevos horizontes, de ensanchar el corazón, ampliar la mirada, llenar los pulmones de aire”, como cuenta “la chica del pañuelo”. Una de ellas se llama Lucía Martínez, “la chica del pañuelo” portavoz de Arguments, periodista- filósofa. Allá por donde va contagia su alegría.
¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza cuando recuerdas aquellos días?
La acolhida carioca (la acogida de los cariocas, la gente de Río), Matt Maher cantando “Lord I need You” y todos arrodillados en Copacabana, la imagen del Cristo del Corcovado, el Papa haciéndonos repetir sus palabras, las risas con mi grupo y la gente que íbamos conociendo… Demasiadas cosas para tener que elegir una, confiesa sonriente.
¿Por que fuiste a Río de Janerio a la convocatoria del Papa?
Llevaba desde la JMJ de Madrid diciendo que quería ir, y rezaba un misterio del Rosario cada día por la de Río y todos los jóvenes que fuéramos a Brasil. Cuando fue elegido el papa Francisco pensé que había una razón más para ir. Tenía que sentir que los jóvenes estábamos ahí. Como hicimos en la JMJ de Colonia: convocada por san Juan Pablo II, y a la que fue Benedicto XVI.
Pero pasaba el tiempo y no conseguía ningún plan… Hasta que dos meses antes del viaje, me enteré por “casualidad” de que salía un grupo de Pamplona, aunque apenas les conocía, me acogieron.
Fue el primer encuentro con los jóvenes del papa Francisco, ¿qué es lo que más te llamó la atención de su acogida?
Su fuerza: cómo nos empujaba con sus palabras, cómo nos ponía a rezar, nos interpelaba con preguntas ambiciosas, cómo confiaba en nosotros. Algo que se agradece cuando uno está algo cansado de escuchar comentarios tipo “es que la juventud de hoy…”
¿Cuáles fueron las palabras que más te calaron?
“Mantener la esperanza, dejarse sorprender por Dios y vivir con alegría”, los tres puntos que nos dijo en Aparecida. También cuando nos hizo gritar con él, el día de su bienvenida en Copacabana: “Poné fe, poné esperanza, poné amor”. Todo lo que dijo sobre la misericordia de Dios el día del Via Crucis fue precioso. Y sus tres ideas de la última Misa: “Vayan sin miedo para servir”.
¿Qué fue lo mejor de aquellos días al otro lado del mundo?
¡Tantas cosas…! Imagínate, al día siguiente de llegar a Río yo ya me sentía como en casa. Nos acogieron dos familias maravillosas que se volcaron con nosotros. Conocíamos a gente fantástica en cualquier parte: cruzando un puente yendo a un acto a la JMJ, esperando en la cola del metro, en un taxi, en un bar… Un taxista nos dijo que le habían gustado mucho las palabras del papa a los dependientes químicos porque él mismo, antes de su conversión había sido drogodependiente y había visto y sufrido desde dentro el horror de ese mundo.
También fue genial conocer al grupo de chicos de Pamplona que me “acogió” en su plan de Río: Belén, Mónica, Ignacio y Pablo. No me cansaré de darles las gracias nunca. Cuatro pamplonicas de los que aprendí muchísimo esos días: la bondad y el servicio y la sonrisa imbatible de Belén; la energía, la vitalidad y la resolución de Mónica; el estar pendiente de todos y los detalles de Pablo; el buenísimo humor y las bromas de Ignacio.
¿Por qué vale la pena ir a la JMJ con el Papa y tantos jóvenes?
Todo. ¡Vale la pena todo! Porque el Papa nos conoce bien a los jóvenes y creo que es importante escuchar y seguir e intentar vivir lo que nos dice. Y porque al final, todo lo que se organiza en una JMJ: los encuentros con el Papa, la feria vocacional, los confesionarios, las misas, las catequesis, el vía crucis, las vigilias… todo tiene un mismo fin: acercarnos más a Cristo, y conocerle más para quererle más. Es algo que podemos hacer cada día, en nuestra ciudad, pero una JMJ es un momento especial para eso. Hay más momentos de encuentro con Cristo que de normal y muchísima gente rezando por todos los jóvenes que acudimos a ella. Todo eso se nota.
Cuéntanos un poco cómo fueron aquellos días.
Fueron unos días de descubrir nuevas ventanas, nuevos horizontes, de ensanchar el corazón, ampliar la mirada, llenar los pulmones de aire.
Sobre todo, fueron unos días de vivir la Iglesia y celebrar la fe con tanta gente distinta. Días en los que el idioma era todo menos una barrera. Días de descubrir personas: más cercanas, más lejanas, de una conversación de cinco minutos, de un rato de camino pasando uno de los túneles hacia Copacabana, gritar con una brasileña que acabas de conocer “¡vamos a comernos el mundo!”, tener grandes conversaciones, conversaciones que te interpelan, que descorren velos, que te ilusionan…
Días de escuchar al Papa, de llenarnos de su fuerza y de la fuerza de Cristo, de no tener más miedo, de mirar con ilusión al futuro. Un Papa con una fuerza alucinante, que nos da caña porque nos quiere y por eso nos exige, que nos pone a rezar, a pensar, a reflexionar, y a repetir los mensajes que quiere tatuarnos en la cabeza y en el corazón. Un Papa que nos dice, como los otros Papas de nuestra generación –Juan Pablo II y Benedicto XVI– que no tengamos miedo –y si lo repiten tanto será que nos ven un poco en la parra. Un Papa que nos anima a dejarnos sorprender por Dios. Un Papa que nos habla de la Cruz alto y claro, esa Cruz que el chico en silla de ruedas en la Vigilia nos mandó agarrar mientras nos hacía también preguntarnos por nuestra propia vida.
Y, por supuesto, fueron días de rezar. Cualquier sitio era bueno: un bus que parecía una montaña rusa, un metro, un banco en la calle, una playa… Pero sin duda, para mí, hubo dos momentos especiales: uno fue en la capilla de la Adoración en la Feria Vocacional con solo el repiqueteo de la lluvia contra la carpa rompiendo el silencio y de vez en cuando una voz dulce de alguna de las monjas entonando un “Laudate dominum” al que se iban sumando voces de lo más variadas. Y el otro momentazo de rezar “a gusto”–como dirían los pamplonicas– fue en la Adoración en la Vigilia en Copacabana. Aquí el silencio sólo estaba acompañado por el sonido del mar y al final del rato de Adoración por Matt Maher, quien arrodillado guitarra en mano nos hizo rezar a todos mucho más con su “Lord, I need you”.
¿Cómo resumirías aquellos días en una palabra?
Alegría.
Y si lo tuviera que resumir en una frase, me quedo con lo que me dijo una gran amiga cuando volví de tierras brasileiras: “Todo lo que has recibido en Río son bendiciones”.