Ese “directamente” no existe. Tales excusas pueden llegar a ser inventadas por el hombre con tal de evadir la humillación que supone la exposición de nuestras faltas. Todo empieza con nuestros primeros padres, y el primer pecado, el Original. Esto supuso la apertura de una inmensurable franja entre Dios y el Hombre, un abismo entre los dos causado por el peor pecado: La Soberbia. Y es esta misma la que nos refrena a buscar el perdón de Dios. Somos tan orgullosos, que creemos que podemos volar sobre ese abismo, y que llegamos, en términos anteriormente aludidos, “directamente” a Dios. No obstante, puede ser demasiado tarde el momento en el que nos damos cuenta que ésta elección nos conduce a nuestra perdición. No podemos volar, por lo que caemos en el barranco, por mucho que nos cueste aceptarlo. Podemos pensar como queramos, pero las cosas no son así de fáciles, pues si no, ¿qué sentido tendría la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús? Su sacrificio sirvió para construir un puente entre Dios y el hombre, a través del perdón de los pecados. Pero somos nosotros los que elegimos: tomar el puente o caer en el abismo. Dios siempre ofrece una mano, segura y pacientemente, pero nosotros debemos de hacer el esfuerzo de levantar la nuestra y cogerla. De ahí la libertad del hombre.
“Dios siempre perdona, nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”( papa Francisco I). Debemos de superar nuestro orgullo, y ser capaces de pedir perdón a Dios, a través del sacerdote, pues muchas veces se nos olvida que no es un simple humano, es la mano tendida de Dios, que nos ofrece nuestra salvación. Podemos rechazar su ayuda, somos libres. Pero no podemos afirmar que podemos salvarnos por nuestra cuenta, porque eso no es cierto. Y es por eso, por lo que Dios tiende la mano, con infinito Amor. Debemos ser humildes, y no avergonzarnos de nuestras caídas, pues por muy fuertes que parezcan, siempre podremos levantarnos. El débil no es aquel que aprende a superar el orgullo aceptando la ayuda de Dios, sino es aquel que se queda en el suelo, afanado en la tierra, como piedra terca negándose a ser levantada. Sólo Dios puede hacernos valer más de lo que merecemos con su Amor infinito.