La semana pasada me pidieron que diera una charla sobre el misterio del mal. Ya había escrito antes sobre el sufrimiento humano, pero ahora que me ha tocado reflexionar un poco más ordenadamente, voy a lanzar algunas ideas. El tema es inagotable y muy sensible, por lo que pido perdón por anticipado si no acierto en el enfoque (la charla la daba en un entorno de fe católica).
Lo primero que comprendí es que el mal no es tanto un problema como un misterio en el que todos estamos implicados. Todos somos alguna vez generadores o sufridores del mal. “El misterio no es un enigma que hay que resolver, sino una medida sobreabundante de verdad”, decía Romano Guardini.
A pesar de ser un misterio que excede a nuestra capacidad de comprensión, hay que aproximarse a él con la inteligencia, como recomendaba San Agustín: entiende para creer; cree para entender.
Boecio se había preguntado ya en el siglo VI: si Dios existe, ¿de dónde proceden los males? Si no existe, ¿de dónde, los bienes? ¿Dios existe y no existe? Ante esta dificultad, algunos habían pensado que el mal era una especie de Dios malo en permanente lucha contra el Dios bueno.
Unos cuantos siglos más tarde, Santo Tomás arrojó algo más de luz al apuntar que el mal no podía ser Dios porque no podía tener una existencia autónoma, dado que su objeto era el bien: eliminar al bien. Necesitaba el bien para existir. Y tampoco podía proceder de Dios, que es absolutamente bueno.
Por lo tanto, parece que el mal es privación, negatividad, ausencia de bien. Carlos Cardona decía que era una paradoja existencial: el mal no es, pero existe, afirmaba. Es decir, no tiene entidad propia: opera sobre otra cosa, en este caso, el bien. Pero, claramente, existe y todos lo sufrimos.
Otro aspecto del mal que me pareció interesante fue la distinción entre mal físico y mal moral. Hay quien sostiene que el único mal que existe es el moral, pues el físico solo lo es en cuanto que afecta al ser humano. Para la naturaleza es igual de natural un huracán que una brisa, y una inundación que una sequía o una fina y bienhechora lluvia.
Siguiendo el consejo de San Agustín, después de intentar entender, eché un vistazo a la fe, y vi que, en efecto, coincidía con lo que la razón daba de sí: el mal no procede de Dios, sino de la libertad. Al hacer libres a las criaturas para que así pudieran amar (el amor o es libre o no lo es), algunas de ellas, en mal uso de esa libertad, optaron por apartarse de Dios. Así surgió el que en la tradición católica se conoce como demonio, una criatura espiritual que renegó de Dios y siembra el mal cuando los vigilantes duermen (parábola de la cizaña, en el evangelio de San Mateo, 13 24-30).
Pero el ser humano también se apartó y se aparta con cierta frecuencia de Dios (es decir, de la Bondad), generando el mal que Dios no quiere.
Como sigue siendo un misterio que genera mucho sufrimiento e incomprensión, San Juan Pablo II nos acercó a la respuesta que dio Dios mismo cuando vino a visitarnos. Cristo lleva consigo la misma pregunta (¿por qué?) -afirmaba-, y el máximo de la posible respuesta a este interrogante (Carta apostólica Salvifici Doloris).
¿Qué hizo? ¿Cómo se enfrentó Cristo al mal? Para los cristianos (que somos seguidores de Cristo) es interesante conocerlo. Se acercó, primero, al mundo del sufrimiento humano (curó enfermos, consoló afligidos, alimentó hambrientos, liberó de la sordera, de la ceguera, de la lepra, devolvió la vida…). Asumió, después, en sí mismo ese sufrimiento (vivió sin techo, incomprendido, sufrió el hermetismo de un círculo de hostilidad que se estrechaba, una pasión injusta y dolorosa y una muerte inhumana). Es decir, Cristo tocó las raíces del mal plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas.
Pero, he aquí el misterio, esta experiencia, en lugar de degradarle y convertirle al mal, le condujo al culmen del amor. Entró en una dimensión totalmente nueva: su respuesta fue unir el dolor al amor y transformarlo.
Esto es muy difícil de entender, es contraintuitivo, diríamos ahora. Requiere la fe porque exige admitir que el dolor puede ser útil, que el hombre sufriente, deprimido, que se siente carga para los demás puede transformarse en liberador, redentor, salvador. Lo más fuerte es que, encima, Cristo nos invita a hacerlo: toma tu cruz cada día y sígueme. ¿Será por eso, como le reprochaba Santa Teresa, que tiene tan pocos amigos de verdad?
Sin embargo, a pesar de ser contraintuitivo, todos tenemos alguien cerca que sufre de esta manera, volcado hacia los demás, y ya en esta vida nos ha ayudado a liberarnos de muchos egoísmos y nos ha sacudido con la fuerza de su amor.
En fin, para terminar, que ya me estoy extendiendo demasiado, el mal requiere mucha paciencia. Hay que luchar contra él y acercarse al dolor ajeno, pero no podemos pretender extirparlo de golpe y porrazo. Algunas ideologías lo han intentado, imponiendo lo que ellas consideraban el bien, y han acabado generando aún más sufrimiento. La única manera de enfrentarse a él es transitar por su mismo origen: la libertad.
De nuevo, San Agustín nos da la clave: “muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo. Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio”. Y San Juan de la Cruz (¡hoy va de santos!) nos da el remedio: donde no hay amor, pon amor y sacarás amor.
Feliz semana.