Hay muchos signos de que, en nuestros días y en nuestro país (aunque no solo aquí), el compromiso empieza a ser un problema muy serio. La gente se empareja menos que nunca y además más tarde; no digamos casarse.
En 1981, la tasa de matrimonios por mil habitantes era de 5,1 en España; hoy es 1,9, la más baja, junto a Portugal e Italia, de toda la UE. En los últimos treinta años, la edad media del primer matrimonio ha crecido en diez años (hasta los 35 y 37 para mujeres y hombres, respectivamente). Las estadísticas sobre permanencia en las empresas también bajan año tras año, y si siguen en unos 10 años de media es por la generación del Baby Boom, pues los más jóvenes cada vez permanecen menos en ninguna parte (aquí el compromiso se resquebraja por ambos lados, empleador y empleado). Este esquema se reproduce en la amistad y, sobre todo, en la implicación civil y en causas sociales, que baja paulatinamente.
¿Qué está pasando? Por encima de dinámicas económicas e históricas, hay una deriva cultural muy patente, que se corresponde con las exigencias de fluidez posmodernas. El filósofo polaco Zygmunt Bauman, autor de Modernidad líquida, explica que evitamos a toda costa comprometernos con una identidad, un lugar o una comunidad para permanecer como en estado líquido, un estado que pueda adaptarse a cualquier forma futura. Hay intereses políticos y comerciales para que esto suceda: la persona incesantemente reconfigurable es más susceptible de ser una pieza del sistema, tanto como mano de obra como consumidor compulsivo y ávido de novedades.
En su reciente ensayo Compromiso, que he tenido el privilegio de traducir y prologar, Pete Davis apunta a lo que nos pasa con una metáfora muy certera: la vida es en muchas ocasiones —especialmente en la adolescencia— como un pasillo en el que hay varias puertas, y forma parte de la aventura de vivir asomarse a varias de ellas hasta descubrir lo que quiere ser uno. Pero ni las puertas son infinitas ni debe uno pensar que puede evitar traspasarlas para siempre, porque además la vida de veras espera tras esas puertas.
A esta conclusión certera habíamos llegado en los últimos años. Pero eso ha saltado ahora por los aires. El nuevo señuelo es que la vida buena está en el pasillo, y que «cerrarse una puerta» —en eso consiste comprometerse— es sinónimo de pobreza y fracaso.
A la vida pasillera la llama Davis «cultura de las opciones abiertas», un proyecto vital que parte de la errónea idea de que, a más posibilidades, más satisfechos estamos. Todas nuestras opciones conducen a lo que el economista Fred Hirsch denominó la «tiranía de las pequeñas decisiones»: los miles de momentos de «¿pan blanco, de trigo o de centeno?» que consumen nuestra energía diaria y nuestra fuerza de voluntad
. Esa es la «cultura de la navegación infinita» a la que se refiere Davis, la que nos empuja al infinito parpadeo de internet, la tinderización del amor y el resto de nuestros últimos desvaríos. Demasiados de nosotros, explica Schwartz, estamos entrenados para ser «maximizadores», es decir, para quedar insatisfechos hasta estar «seguros de que cada compra o decisión era la mejor que se podía hacer».
Estos esquemas economicistas están llegando a todas partes, y especialmente a todas las relaciones, incluida la que mantenemos con nuestras comunidades. Pero una polis sin comunidad no es una polis. La política, en este sentido, no puede dejarse en manos de los políticos, que hace tiempo que cortaron amarras con los verdaderos intereses de los ciudadanos. Para dejar de ser súbditos y volver a ser ciudadanos necesitamos comprometernos con causas sociales de proximidad, con nuestra parroquia y nuestro barrio, y dejar atrás los falsos paraísos virtuales. La vuelta a cierta cordura colectiva pasa por la recuperación de la sociedad civil; jamás va a conseguirse a base de hashtags.
Cuando la vida era un pasillo estrecho con cuatro puertas a las que nos metían a la fuerza, tampoco era buena. Han sido muchas nuestras opresiones, y el mundo es sin duda mejor desde que tenemos opciones. Pero no hay una libertad completa si lo que uno consigue es meramente que no lo opriman: necesitamos comprometernos, dar respuesta a un prójimo y asumir deberes.
En Wer ist in freier Mann? (¿Quién es un hombre libre?), un poema del franciscano Eulogius Schneider que fascinó a Beethoven leemos:
¿Quién es un hombre libre?
El hombre a quien solo su propia voluntad
y no el capricho de un cacique,
puede dictarle la ley
¡Ese es un hombre libre!
¿Quién es un hombre libre?
El hombre a quien ni nacimiento ni título,
ni capa de terciopelo, ni ropas de jornalero,
pueden ocultar la presencia de un hermano.
¡Ese es un hombre libre!
Esta es la libertad completa de la persona comprometida: la que atrapa el sentido porque reconoce a un prójimo. Estamos llamando felicidad a la soledad y tolerancia a la indiferencia: de ese proyecto demente no puede salir nada bueno. Somos nuestros compromisos, no nuestras fluideces, y no hay forma alguna de hacer el bien que no pase por mancharse las manos con el prójimo.
Vivir en el pasillo, cuando es parte de un proceso de autodescubrimiento y experimentación, es una etapa razonable. Pero querer pasar la vida en ese frío pasillo por miedo a perderse algo —el FOMO o Fear of Missing Out que con tanta virulencia despiertan las redes sociales— equivale a autoexiliarse de la vida. El resultado es la anomia, y de ahí a la ansiedad y la depresión no hay mucho trecho.
La ética (el bien) conforma un proyecto de la humanidad y el individuo basado en el compromiso. Para que fragüen los sentimientos morales más importantes —la vergüenza, la compasión y la reverencia— hemos de sentirnos parte de una contigüidad humana. El escritor Jeffrey Bilbro llama a esto «convocación»: el acto de convertirse y ser miembros de algo más grande que nosotros mismos. Todo está en la propia palabra; ser convocado junto a otros es escuchar una llamada juntos, tener una vocación compartida. Y si eso es lo que nos honra como seres humanos, y no la navegación infinita, no es por la fuerza de la convención, sino por nuestra índole limitada, vulnerable y finita.