Por Manuel de Toro
¡Viva la publicación! ¡Hominem te esse recuerdo! (¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre), era la advertencia que un esclavo le espetaba a todo general romano victorioso, para que éste, preso del éxtasis del momento triunfal, no olvidara la fugacidad y fragilidad de la vida. No fuera a ser que el héroe del romanus populus supeditara costumbres y leyes a su poder efímero.
Uno no reflexiona sobre la vida hasta que la muerte llama a su puerta. Bien para llevarse a algún familiar o amigo, bien para dejarnos un aviso. Cuando uno va creciendo, le marcan una serie de hechos que resultarán fundamentales en su desarrollo vital, al igual que la actitud con la que se enfrente a ellos. Todo ello, junto con el carácter y personalidad propia, conforman la historia personal.
Decía Nicolás Gómez Dávila (Bogotá, 1913–1994) que: «los hombres se reparten entre los que se complican la vida para ganarse el alma y los que se gastan el alma para facilitarse la vida». La miopía que nos causa el pecado original obliga a colocarnos unas gafas con las que vivir. Vemos entonces la vida como un derecho, ay; como una mision, uf; o como un don, oh.
Las dos primeras posibilidades tienen que ver con la segunda parte de la cita de Gómez Dávila. El individualismo exacerbado, que impera hoy día, ofrece una visión vital antropocéntrica individual: tú eres el centro de tu universo y lo(s) de alrededor gira en torno a ti. Por eso, podemos caer en la tentación de un derecho similar con anhelo. La existencia de un derecho viene sujeta (entre otras muchas razones) en que primero se tiene obligación a algo anterior. Por ejemplo, el derecho a un trabajo digno responde al deber de sustentar un hogar.
Esta visión tiende a ser peligrosa porque, a la postre, ante fracasos y frustraciones, uno cae en la trampa de la autovictimización y de la autocompasión. Uno se lame las heridas y estas, en vez de sanar, se agrandan, corriendo el riesgo de extenderse por el resto del cuerpo.
Si antes pecábamos por defecto (todo me debe ser dado; a todo tengo derecho), entender la vida como una misión puede llevarnos a pecar por exceso ¡Válgame Dios!, no afirmo que la responsabilidad y el deber sean malos, al contrario, pero si deben estar correctamente ordenados. La responsabilidad no es un fin en sí mismo, sino que ha de estar al servicio de algo superior. La visión distorsionada del deber termina por obrar con afán perfeccionista.
Quizás el mayor éxito de la posmodernidad haya sido ignorar la posible existencia de Dios, más que en negarlo. Esta pregunta es necesaria para poder obrar en la vida (diría que fundamental) porque uno actúa conforme a algo, oa alguien, y se ordena con respecto a lo que se actúa.
El hecho de aceptar que la vida, y todo lo que la circunda, es un don implica la sustentada de que debe existir un Ser superior, ya que es quién me lo ha dado todo. La conciencia de que todo lo que me rodea es un regalo, motiva a vivir según Aquel que me lo ha concedido. Entonces la pregunta pertinente no versaría sobre la existencia o no de ese Ser superior, sino si merece la pena obrar según dispone el Creador.