“No puedo más”, “Estoy agotada”, “Todo me sobrepasa”, “No tengo fuerzas para nada”…
Jesús, la de veces en un solo día en que escucharás esta oración de quienes van a visitarte al sagrario. Cansancio, desesperación, tristeza, sensación de derrota… Corazones grandes intentando hacer las cosas bien, santificar su vida, servir a los demás… pero totalmente desbordados. La de ocasiones en las que yo misma me he sentado en el primer banco del oratorio con todas estas sensaciones agitándome la cabeza y el corazón; sintiendo que solo le falta una gota al vaso para que me derrumbe.
“Te agotas porque no confías” me dijiste un día.
“¿Qué?” Te contesté.
“Que te agotas porque lo cargas todo en tus hombros sin dejarme sitio a mí para llevar las cosas contigo. En tu cabeza estás “tú” haciendo las cosas, y yo “ahí”. Me visitas, me cuentas, me dices que me quieres… pero sigo “ahí” cuando la clave es que esté “ti”. En que me dejes hacer contigo, en que te des cuenta de una vez por todas, de que sola no puedes. No. No puedes. Explotas, te desesperas, acabas derrotada, con sensación de no poder más, de que todo te sobrepasa, de que llegas a tu límite. ¡Pues claro que llegas a tu límite soberbia cabezota, que no puedes sola! Sé que es la típica frase que has escuchado mil veces, y ves, ya estás asintiendo como siempre sin creértelo en el fondo. ¡Madre mía Martita!, ya te estás remangando a la vez que piensas en volver al ruedo con todas tus fuerzas cuando salgas por la puerta….
¡ERROR! Otra vez equivocada. ¡Que tú no tienes que hacer nada, solo tienes que dejarte hacer! No terminas de entender que estás enfocando mal las cosas. La santidad no es una batalla tuya que debas librar con todas tus fuerzas, estrategias y armas; es: (1) cosa de dos, y (2) cuestión de dejarse hacer más que de hacer. Si sales -como cada día- queriendo gestionar todas las cosas tú sola, vas a caer en el bucle de estar haciendo tú todo, y acudiendo a mí, que soy tu Padre Todopoderoso, para buscar alivio, pero sin llegar a encontrar la paz que necesitas. Y por eso luego vienen los… “Es que Dios no me escucha” “Es que me ha abandonado” “Es que me está poniendo a prueba”.
¿Qué no te escucho? ¿Pero tú me involucras en tus cosas a lo largo del día? ¿O simplemente las haces y al terminar vienes a contármelas?
¿Qué te he abandonado? ¿No será que no me dejas entrar del todo en tu vida, porque tu cabeza está llena de verbos en primera persona del singular: “tengo que”, “voy a”, “debería hacer”, “me voy a poner con”…?
¿Qué te estoy poniendo a prueba? ¿No será que te estás complicando tú misma, porque teniéndome a mí, que lo daría todo por ti, prefieres dejarme al margen de todo y tenerme ahí solo para el momento de la misa, de la oración, de la adoración…?”
¡Venga ya! Vamos a darnos cuenta de que el agote mental que muchas veces tenemos es por ser o muy soberbios o muy empanados, porque que en el fondo creemos -aunque en la teoría lo neguemos- que podemos o tenemos que luchar solos. El cansancio viene de creernos que nuestra santidad se alcanza a base de logros, que somos suficientemente capaces de conseguirlo todo a pulso, que así nos ganaremos la admiración de Dios … ¡Pobres inútiles! Somos incapaces de darnos cuenta de que no tenemos que dar la talla con batallitas ganadas, solamente tenemos que dejar que sea Dios quien las gane por nosotros, en nosotros y con nosotros. ¿Nuestra parte entonces? Hacerle espacio en nuestra vida quitándole lo que le estorba: nuestro ego, soberbia, orgullo, egoísmo, tibieza… y ofreciéndole, a cambio, nuestra disposición absoluta a su voluntad.
Tenemos que confiar en que Él verdaderamente actúa; no es un Dios que se queda quieto como un pasmarote sin hacer nada. Hace, hace mucho y -de hecho- con bastante más eficacia que nosotros. ¡Así que dejémosle que sea Él quien haga todo, quien tenga la pelota en su tejado, y quien se encargue de nuestras preocupaciones!
Hace falta un poco de picardía, confianza y valentía para decirle que a partir de ahora va a haber cambio de roles: que ya no va a ser Él nuestro secretario al que le vamos encomendando tareitas y favorcitos, sino que va a ser el jefazo del barco; y tú -cabezota sin luces- vas a ser la secretaria que va encargándose de lo que Él te pide. De esta forma, la narrativa de tu oración pasa de un: “Tengo que hacer esto, esto y esto; porfa Jesús ayúdame” a un “¿Qué quieres de mí hoy? Estoy a tu disposición”. Y así, el centro de tu día dejas de ser tú, para que sea Él. Lo que queda en segundo plano es tu pobre acción humana, y no la ayuda de Dios que le habías pedido de forma adicional y secundaria a tus esfuerzos, la cual pasa a ser el sustento principal de todo.
Puedes pensar que se me fue un poco la cabeza ese día en que tuve esta conversación con Dios, pero dime: ¿Qué es más importante? ¿Qué es lo más valioso en la vida de un hombre santo? ¿Lo que él hace por Dios, o lo que Dios hace por él?
Por un lado, lo que hace el hombre nos resultará siempre próximo e imitable. Vemos ahí nuestro campo de acción al que podemos lanzarnos rápidamente y ponernos a actuar. Nos atrae más el tener algo bajo control, entre manos y poder hacer; que el dejar el control a otro, confiar y aprender a esperar.
Por otro lado, como lo que hace Dios ni lo controlamos ni lo entendemos, porque pertenece al misterio insondable de la gracia; con facilidad pensamos que esa ayuda/gracia es algo que no a todos nos es dado. No terminamos de creernos que Él vaya a hacer por nosotros. Sin embargo, andamos equivocados. Dios a todo hombre da los favores de su gracia. A todo hombre. Pero ¿por qué a algunos -los santos- más?. Sin duda, porque ellos piden más; porque insisten más; por qué, hondamente conscientes de su nimiedad, pordiosean más: a todas horas, y en todo, lo buscan todo en Dios y en Dios lo encuentran todo.
El otro día leía:
“Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna en Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un cobarde que se hace valiente escudándose en el poder de Dios. Un santo es un rebelde que asimismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por sus santos. Ese es el gozo de Dios”.
Con este fragmento entendí que un santo es quién descansa aun cuando trabaja, y triunfa aun cuando fracasa simplemente porque está abandonado en Dios. Deja a Dios ser Dios. Deja que implante su señorío en su vida y en su alma. Deja hacer, confía y disfruta; sabiendo que es así como uno goza de esa santidad que no ha tenido que ser extenuantemente conquistada, sino humildemente recibida; porque sabe que esta no es un logro propio, sino un don de Dios. De esta manera, un santo conoce que su empeño no debe estar en lograr unas manos capaces de alcanzar sino de recibir; unas manos humildes, desprendidas y vacías de sí, para que quepan en ellas todas las gracias de las que Dios le quiera colmar. Sabe que como nada puede dar, tiene que aprender a recibir.
Así pues, ¿qué es lo más valioso en la vida de un hombre santo? ¿Lo que él hace por Dios, o lo que Dios hace por él? En definitiva, el quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el “yo hago”, como el “hágase en mí”.
El santo ni ama, ni espera, ni cree a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía: desmonta la guardia, rinde las armas, cierra los ojos… y se abandona en Dios. En fin, un hombre que se fía de Dios: eso es un santo.